jueves, 7 de octubre de 2010

El olor de los recuerdos

No somos concientes de lo que realmente somos capaces ni de qué extraños mecanismos y conexiones gobiernan nuestro cerebro.
Hace pocos días me sucedió algo realmente curioso y digno de mención. Iba por la calle pensando en mis cosas -lo justito, tampoco se piensen ustedes que ando muy sobrado de pensamientos- cuando me embriagó un olor característico, un perfume familiar de esos que tan solo la naturaleza es capaz de crear. Hierba recién cortada.
Ese olor, cual máquina del tiempo, me transportó a años pasados y felices a través de los recovecos de la memoria. Me vi de crío, en nuestro pequeño balconcito que daba al parque, mirando aquellos hombres vestidos de verde cómo cortaban el abundante pasto que rodeaba el perímetro de la gran zona de paseo y juegos infantiles. Recuerdo cómo la fuerte fragancia impregnaba de tal forma el ambiente que incluso costaba inspirar el contundente aire sin notar un cosquilleo en la nariz.
Y así, por asociación de ideas, aparecieron en mi mente imágenes de la infancia, una tras otra, con aquel color amarillento de verano en la retina. Carreras de bicicletas en las que jugábamos a policías y ladrones -los chicos de hoy no sabrían elegir entre los doscientos cuerpos existentes en España- en los que acabábamos con más rasguños que el Lute, o los juegos y peleas continuas con mi hermana por cualquier cosa, que mi madre interrumpía acechando con la zapatilla. Sin embargo hay dos momentos imborrables de aquellos veranos sin preocupaciones.
Los partidos de fútbol constituyen el primero, sin duda alguna. Todo empezaba con un alarido a pie de calle ante el cual mi madre, rauda y veloz -santa paciencia la suya- me lanzaba la pelota desde lo alto del balcón y arrojaba al viento su  eterna cantinela: "Ten cuidado". Los encuentros eran interminables, ya fueran de tres contra tres, en los que la parte inferior de dos bancos de hierro hacían las veces de porterías, o de veinte contra veinte, durante los cuales se iban incorporando cualquiera de los chavales del barrio que acabaran de llegar al parque, lugar común de encuentro.
Imitábamos a nuestros ídolos balompédicos y nos dejábamos la piel -a veces literalmente- por ganar el partido y llegar a casa con el deber cumplido y el orgullo por las nubes.
El otro momento mágico, porque mágica fue y seguirá siendo aquella noche, era la verbena de San Juan. Durante la semana que precedía al gran acontecimiento, los chicos nos juntábamos con el fin de encontrar las maderas que formarían la gran hoguera, ubicada en un descampado que actualmente se ha transformado -¿adivinan?- en una gran manzana de viviendas. Era una emoción indescriptible que vivíamos como auténticos aventureros en busca de nuestro Eldorado. Todo el esfuerzo y nerviosismo de los días previos, culminaba con el momento más esperado, cuando veíamos arder aquel castillo de maderas y cartones, construido por todos los muchachos del vecindario. Al resplandor de la hoguera, la noche continuaba en el parque, haciendo explotar toda clase de petardos y fuegos de artificio que ahuyentaban nuestros miedos y purificaban nuestra alma mediterranea. Pólvora y fuego, como tantas generaciones habían hecho antes.
Pero no todo acababa ahí. Al día siguiente, bien temprano, mi primo Carlos -vecino y compañero de aventuras- venía a buscarme a casa para realizar una inspección por el campo de batalla y recoger aquellos petardos que no hubieran explotado. Después del duro trabajo realizado y a plena luz del día, nos dábamos un último homenaje, mechero en mano, despidiéndonos de San Juan hasta el próximo verano.
El olor a hierba, como recordarán, fue el hilo conductor que me devolvió a aquellos años maravillosos. ¿Cual será ese futuro hilo que transportará a las criaturas del siglo XXI a su infancia? Imagino que la fragancia a hierba recién cortada o a tierra mojada no será su caso, ya que en los parques actuales brillan por su ausencia. La única hierba que se puede encontrar es la que fuman los adolescentes, sentados sobre los respaldos de los bancos. Los parques de hoy en día son grises,como el tiempo en que vivimos, sembrados de hormigón y pijaditas de diseño para que se vea lo modernos que somos todos.
Total, dirán sus creadores e ideólogos, si los niños ya no juegan en la calle. Su itinerario es más simple que el mecanismo de un sonajero: de casa al colegio y del colegio a casa, a jugar con alguna de las consolas o con el ordenador. No tienen la libertad que teníamos nosotros a su edad. Son esclavos de la sobreprotección y del individualismo de nuestra sociedad vieja y enferma, falta de valores, sueños y savia nueva.
Y créanme que lo siento cuando afirmo que nuestra sociedad está muy jodida, pero cada pueblo tiene la que se merece, y me temo que lo peor aún está por llegar.

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