jueves, 1 de diciembre de 2011

La fiesta de la tecnocracia

Supongo que les habrá sorprendido que hasta el día de hoy no haya escrito ni una sola palabra sobre las elecciones generales celebradas el pasado 20 de Noviembre. Les tengo que reconocer que no me apetecía un carajo tocar el tema, dadas las encuestas previas y los posteriores resultados que han acabado alzando a Mariano Rajoy -también conocido como Mariano "El Constante", era ésta la tercera vez que se presentaba- a la presidencia del Gobierno.
Si algo me llama la atención de ese día en el que concedemos el voto y nuestra confianza al político de turno que inevitablemente acabará por defraudarnos, son las tópicas expresiones utilizadas por esos mismos políticos y por la prensa. Existen varias -ya muy sobadas, dicho sea de paso- entre las que destacaría todas aquellas relacionadas con el instrumento estrella de la jornada: la urna. Dos claros ejemplos son la siempre útil "millones de españoles están llamados a las urnas" o la muy recurrida "encuentas realizadas a pie de urna". Sin embargo, dejando urnas aparte, mi preferida -por falsa y demagoga- es la que aboga por la exaltación de una supuesta "fiesta de la democracia". Y digo supuesta, falsa y demagoga porque precisamente en nuestro país, durante ese día no se vive fiesta alguna, y desde luego tampoco se escenifica lo que debiera ser una democracia.
Desde aquellas primeras y lejanas elecciones generales del 77, tras la muerte de Franco, nuestra democracia ha dejado de ser una fiesta en la que la población ilusionada y hambrienta de cambio soñaba con un futuro mejor a través de la puesta en práctica de unos ideales políticos en favor de una sociedad que despertaba tras 40 años de férrea dictadura e ideales silenciados.
Hemos convertido la mal llamada "fiesta de la democracia" en un relevo bipartidista sin opción al cambio que dura demasiados años, en un quítate tú pa ponerme yo sin propuestas inteligentes ni innovadoras, en una triste y penosa comparsa de papeletas desiguales ante la injusta ley electoral que sufrimos, en un procedimiento rutinario sin pasión ni alegría, en definitiva, en cualquier cosa menos en una fiesta.
En lo referente a la segunda parte de la expresión, qué les voy a contar que ya no sepan. Llamamos democracia al acto de votar una vez cada cuatro años a unos tipos que no son más que marionetas en manos de los que realmente ostentan el poder, es decir, los bancos, las grandes corporaciones y los mercados. Llamamos democracia al nulo planteamiento de plebiscitos ni referéndums durante toda la legislatura. Llamamos democracia al poder popular que no se digna a salir a la calle ni tan sólo para votar. En este sentido deberíamos aprender de muchos paises en los que el voto es obligatorio, ya que obligatoria debe ser la conciencia participativa y el poder soberano de un pueblo. Desgraciadamente, ésta es la democracia que tenemos y seguramente la que nos merecemos debido a nuestro aburguesamiento y desinterés ante la existencia de un estado paternalista que nos trata como niños estúpidos.
No obstante, uno mira a su alrededor y comprueba cómo este desbarajuste sin sentido puede ir a peor, por complicado que parezca. Tan sólo basta con virar al Este y contemplar a nuestros vecinos de Mediterráneo. Paises como Italia o Grecia representan hoy en día la máxima expresión de la devaluación de la democracia como modelo político. La substitución arbitraria de presidentes electos por tecnócratas al servicio de los mercados, deja muy claro cuál es el camino a seguir y disfraza de mal necesario para acabar con el déficit lo que en realidad es un golpe de estado en toda regla. Eso sí, un golpe de estado del siglo XXI, sin derramar una gota de sangre y con un buen traje de Armani que lucir en las ruedas de prensa.
Me consuela el hecho de saber que en las próximas elecciones, al menos variaremos alguno de esos tópicos ya gastados que antes les comentaba y surgirá una nueva frase pegadiza que será portada a toda página en los periódicos y estará en boca de cualquier comentarista mediático que se tercie: "La fiesta de la tecnocracia". Como si lo viera.

jueves, 10 de noviembre de 2011

La historia del Cholo Perrone

Algún día -más pronto que tarde- les presentaré a Gastón Perrone, más conocido como el Cholo, pero mientras llegue el momento les explicaré su última historia vivida en esas calles por las que suele jugarse el pellejo a diario.
La luna aún flotaba en el cielo teñido de un azul oscuro cuando el Cholo aparcó el coche en aquella calle residencial donde las casas, cada una de ellas con un pequeño jardín en su parte delantera, surgían a ambos lados del asfalto. Apagó el motor, bajó la ventanilla y procedió a encender un cigarrillo tras voltear entre sus manos un brillante encendedor plateado cuya carcasa cerró de un golpe seco. Clac. Exhalaba profundas bocanadas de humo entre el silencio apenas quebrado por el canto lejano de los grillos. Mantenía la brasa del cigarro escondida en el hueco de la mano y la mirada fija en el número 54 de la pequeña casa que quedaba diez metros más abajo, al otro lado de la carretera, y en la que los rosales invadían la menuda verja verde que delimitaba su espacio. Tras el jardín -bien cuidado, con pequeñas baldosas de piedra que marcaban el camino hacia la entrada- aparecía una vivienda de estrecha fachada, con dos pisos coronados por un tejado de teja rústica.
No se adivinaba movimiento alguno desde su posición pero el Cholo Perrone era un profesional y nunca daba lugar a la relajación antes de cumplir con su cometido. Siempre fue así y esa virtud le había permitido seguir con vida. Desde joven tuvo que tratar con lo peor de cada casa, con tipos capaces de vender a su propia madre por dos duros, en algunas ocasiones prestándoles sus servicios y en otras quitándolos de la circulación. Sus víctimas pasaban a mejor vida de una manera limpia, sin rencillas de por medio, sin odio ni ensañamiento. No era nada personal. El Cholo hacía su trabajo con la misma normalidad con la que un marinero lanza sus redes al mar en busca de sustento. Vaciaba el cargador, desaparecía sin dejar rastro y cobraba por ello. Por ese motivo era el mejor.
A través del retrovisor vió las luces de un coche avanzar por la carretera tras doblar la esquina. Se mantuvo alerta un instante y destensó los músculos de su cuello cuando el vehículo pasó de largo. En ese instante contempló su rostro reflejado en el espejo y se vió cansado. Pensó en dejarlo, como en tantas otras ocasiones. Demasiada sangre, suficientes muertes en sus espaldas como para no dejarle conciliar el sueño en esas noches en que la conciencia asoma la cabeza y te recuerda nombres ya olvidados, rostros que miran con los ojos bien abiertos sin ver ya nada, expresiones detenidas en el tiempo y grabadas a fuego en la memoria. A pesar de caminar por el lado salvaje de la vida, nada le había detenido jamás. Tenía la capacidad de olvidar y seguir adelante sin echar la vista atrás. Lo hecho, hecho está y más vale matar que morir, pero los años no perdonan y la rutina de la barbarie también pasa factura. Demasiados años en el negocio y en este bisnes -como él siempre decía- si no te mata una bala, lo harán los fantasmas.
Se mantenía en forma, con ese porte de galán venezolano que tantos corazones había roto a lo largo del camino. Pelo azabache, siempre peinado hacia atrás con abundante fijador. Barba de tres días. Piel morena, como correspondía a la sangre indígena que corría por sus venas, proveniente de su familia materna. A su padre ni siquiera lo conoció pero contaban en el barrio que era un tipo peligroso de ascendencia italiana y gatillo fácil, al que llamaban el Tano.
Apoyándose ligeramente en el volante, rectificó su posición al observar a través de las ventanas cómo se hizo la luz en el interior de la casa. La espalda bien pegada al asiento, la cabeza alzada y todos los sentidos en su punto más álgido a la espera de los acontecimientos. Aquel ritual se había repetido en infinidad de ocasiones, pero a pesar de la experiencia adquirida a través de los años siempre existía ese hormigueo en la boca del estómago, ese temor al cruel destino que nunca sabes lo que te va a deparar. El Cholo bien sabía que hay detalles en manos del azar caprichoso que escapan a nuestro control y por ese motivo, más valía tener un arma a mano que plomo en el corazón. Sacó lentamente su Colt Gold Cup con cachas doradas de la americana y la dejó descansar sobre sus rodillas con una suavidad que contrastaba con la violencia que aquella pistola, en manos de quien estaba, era capaz de engendrar. Deslizaba sus dedos una y otra vez sobre la empuñadura que brillaba como una joya de incalculable valor, creando un suave reflejo en el techo del vehículo, mientras su mirada continuaba fija en aquel número de la fachada, como hipnotizado por una voz conocida que le susurraba palabras de perdón y redención ante sus pecados.
La luz que se adivinaba a través de las ventanas del inmueble se apagó y se oyó el rechinar de una puerta que se abría. El Cholo salió lentamente del coche y tras cerrar su puerta con delicadeza se encaminó hacia la acera, cruzando la carretera que recibía la humedad de la mañana. Al pasar junto a una farola, ésta dejó de emitir su resplandor ante los últimos latidos de la oscuridad nocturna. El sol trataba de salir tímidamente al igual que aquel hombre que cerraba tras de sí la pequeña verja verde, mirando con orgullo el jardín que sus manos habían engalanado con trabajo y esfuerzo. Abrió la puerta del coche aparcado frente a su casa y se sentó frente al volante mientras su boca dibujaba un gran bostezo que inspiró el viciado aire del interior del vehículo. Al comprobar que el espejo exterior estaba encarado hacia la puerta, abrió la ventana y procedió a extraerlo. En ese preciso instante percibió la presencia de una sombra que en décimas de segundo se materializó en la figura siniestra y peligrosa del Cholo Perrone, que alzando enérgicamente su brazo derecho encañonó a la presa. Sin mediar palabra apretó el gatillo con gesto imperturbable, esparciendo sus sesos por la tapicería de los asientos. Un gran chorro de sangre había salido despedido, impactando sobre la ventana del copiloto y salpicando todo cuanto encontró en su camino. Con el brazo aún en alto, dió un paso adelante y remató con tres disparos el cuerpo ya sin vida de aquel hombre que pocos segundos antes había respirado profundamente el aroma de las rosas que se alzaban abiertas y majestuosas sobre la verja que delimitaba su terreno.
El Cholo bajó el arma, emitiendo varios destellos en su trayectoria, como si fuera un blinker transmitiendo un misterioso mensaje en código morse. Otro rostro más al que vería en sueños pidiéndole cuentas. Sin embargo, mientras estuviera despierto mantendría su filosofía de olvidar y seguir adelante como método de supervivencia ante la vida que le había tocado en suerte. Los sueños, al fin y al cabo, son sólo eso, y mientras el sudor de una pesadilla desaparece, una bala a traición no daba lugar a más sueños.
Antes de guardar la pistola en su americana besó ambas cachas doradas con cariño y agradecimiento, como si esas rugosas placas metálicas fueran las mejillas de su vieja compañera de fatigas, la eficiente Colt Gold Cup que jamás le había fallado. El Cholo era un sicario sin escrúpulos pero sabía apreciar la lealtad, una de esas virtudes que tanto escaseaban en el oficio. Con paso tranquilo, como si no hubiera hecho nada de lo que debiera avergonzarse, se dirigió a su coche y tras encender el motor, que rugía como si le fuera la vida en ello, tomó de nuevo la carretera con dirección a cualquier lugar del que no tuviera que huir.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Los trileros de las aulas

Hay que ver lo duros que se han puesto los de la Conselleria d'Ensenyament de la Generalitat de Catalunya con las nuevas normas de evaluación de secundaria y bachillerato. A su lado, el sargento de hierro que interpretaba Clint Eastwood queda a la altura de una carmelita descalza. Vamos, que ante el endurecimiento de las normas impuestas para pasar de curso, los chavales van a ir al colegio con el miedo en el cuerpo, es más, ya están temblando.
Y es que no es para menos porque a partir de ahora tan sólo podrán avanzar de curso con un máximo de cuatro asignaturas suspendidas -las pobres criaturas- pues Ensenyament ha limitado a dos el número de materias que puede aprobar la junta de evaluación, pasando los estudiantes -por llamarles de alguna manera- al curso siguiente con otras dos asignaturas pendientes de recuperación.
Si esto es endurecer el sistema de evaluación, imagínense lo que era antes: la vista gorda más absoluta, la Sodoma y Gomorra educativa, los trileros de suspensos y aprobados arbitrarios, al antojo del claustro de turno. Ante esta situación, yo me pregunto, ¿con qué objetivo se ha seguido esta tónica durante los últimos años? ¿Cómo es posible que en el curso 2009-2010, el 26% de los alumnos catalanes obtuviera el título de ESO pese a no haber aprobado todas las materias?
Creo que la respuesta es tan sencilla como triste: el único objetivo de estos mercenarios del sistema es maquillar las cifras de fracaso escolar. Eso es lo que verdaderamente les importa a todos los Consellers d'Ensenyament en particular y al resto de políticos catalanes en general, con el fin de no tener que rendir cuentas sobre el gran problema de la educación, que debería ser uno de los pilares en que se basara nuestra sociedad.
Pero ya ven, la realidad es que con la nueva norma no va a variar demasiado el cachondeo educativo y lo que podría haber sido el inicio de un cambio en la mentalidad de docentes y alumnos, va a quedar en la nada más absoluta. Se seguirán perdonando suspensos, se continuará permitiendo que un estudiante pase al siguiente curso hasta con cuatro materias suspendidas y se mantendrá la imperante ley del mínimo esfuerzo entre nuestros jóvenes mientras las mentes educativas más sesudas y eruditas creen que les hacen un favor y piensan que de esta manera les liberarán de posibles traumas psicológicos ante los suspensos y el fracaso. ¿No son conscientes de que sus actos de hoy serán un problema el día de mañana? ¿No se dan cuenta de que están creando una juventud sin el más mínimo conocimiento de valores como el esfuerzo, la constancia o la responsabilidad?
Antes, un suspenso era un suspenso, y por muy persistente que fueras en tus súplicas, éste no te lo quitaba ni Perry Manson, pero está visto que hoy en día vale más sacar pecho en los medios de comunicación junto a informes con altos porcentajes de titulados que pensar en el futuro de varias generaciones. Esas mismas generaciones que cuando se den de bruces con la vida real, verán que ahí afuera nadie les va a regalar nada y que durante todos estos años de formación han sido víctimas de una farsa y de una auténtica tomadura de pelo. Aunque quizás, estarán tan acostumbrados a no pensar, que seguramente no piensen en ello.

jueves, 20 de octubre de 2011

Un asunto de honor

Reconozco que el título del artículo que tienen ante sus ojos lo he tomado prestado de un relato de Arturo Pérez-Reverte, una especie de road-movie ibérica en la que cada uno de sus personajes trata de mantener a flote su honor ante las circunstancias en que se ven inmersos. Precisamente, me gustaría hoy hablarles sobre esa palabra que cada día es más difícil escuchar en estos tiempos que corren. Su definición no deja lugar a dudas: "Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo".
Este antiguo vocablo proveniente del latín honoris, junto a otros igualmente olvidados como honradez, dignidad u honestidad me vinieron inmediatamente a la cabeza al leer una noticia publicada la pasada semana en los medios de comunicación que resume claramente la catadura moral de una gran parte de los políticos de nuestro país. Esta vez fue Fernando Manzano, presidente de la Asamblea de Extremadura y secretario general del PP extremeño, quien protagonizó uno más de esos actos reprobables a los que tan acostumbrados nos tienen nuestros representantes. El susodicho contrató a un primo suyo como chófer, justificando dicha contratación en el hecho de necesitar a alguien de su "absolutísima confianza" ya que durante los trayectos realizaba "largas conversaciones por teléfono".
Dejando a un lado que resulta sospechoso tanto esfuerzo por evitar airear ante un empleado unas simples conversaciones telefónicas, lo que realmente le hace a uno ponerse las manos en la cabeza son los antecedentes de este señor que nos confirman cuán sabios son los refranes y en especial ese que reza que por la boca muere el pez, ilustrando el caso que nos ocupa. Resulta que en un ataque de originalidad sin precedentes, al señor Manzano se le ocurrió durante las pasadas navidades escribir en su blog una carta a los Reyes Magos -qué idea innovadora, rediós- en la que pedía con toda la fe posible en sus majestades, un gobierno autónomo en el que no existiera el "enchufismo". Como podrán imaginar, ese mensaje plasmado tecla a tecla con la ilusión de un niño que en esa mágica noche deja leche para los camellos, ese anhelo tantas veces soñado, ese deseo ubicado en lo más hondo del corazón, fue formulado durante su época en la oposición. Sin embargo, una vez llegado al poder -que como la propia palabra indica, puede con todo-, donde dije digo, digo Diego.
Y ahí está la madre del cordero y el quid de la cuestión: el honor y la palabra ya no tienen lugar en nuestra sociedad, es más, ni siquiera nos acordamos de su existencia. ¿Qué importa ya traicionar a tus conciudadanos y lo que es peor, traicionarte a ti mismo? ¿Qué más da mancillar tu nombre si al día siguiente otra noticia ocupará su lugar en las portadas? ¿Quién prefiere la honradez frente al dinero cuando nuestra escala de valores está patas arriba?
Es cierto que la fechoría del señor Manzano no es de una gravedad extrema, visto lo visto en el siempre candente mundo de la corrupción política, pero ya saben, se empieza empleando a familiares en puestos que deberían ser ocupados por verdaderos profesionales mediante un proceso de selección en toda regla y acaba uno vendiendo su alma al diablo, y perdiendo definitivamente no sólo el honor sino la vergüenza e incluso, en ocasiones, hasta la libertad tras unos barrotes.
Habrá gente que piense que es una cualidad anacrónica, pasada de moda e inútil en esta época que nos ha tocado vivir, pero existe una verdad irrefutable según la cual hay cosas en la vida que jamás le podrán arrebatar a aquél que obra con integridad y una de ellas es su honor, que no dará de comer, pero almenos alimenta el alma. 

viernes, 30 de septiembre de 2011

Madres, verdugos y héroes

Ayer, leyendo la contraportada de La Vanguardia -se la recomiendo, es la mejor sección de todo el periódico- se me hizo un nudo en la garganta ante la durísima historia que reflejaba. Reproducía una entrevista realizada a una de las madres de Plaza de Mayo, cuya vida ha sido de película, eso sí, altamente dramática. Su nombre es Esperanza Pérez Labrador, 89 años, nacida en Cuba de padres españoles y emigrada a la Argentina.
En el reducido espacio que alberga una sola página, nos explica la enorme tragedia que golpeó a su familia durante la dictadura argentina, cuando su marido y su hijo fueron asesinados por los militares, mientras Miguel Ángel, su hijo menor, fue secuestrado por las mismas manos ejecutoras y hasta el día de hoy sigue desaparecido, pasando a engrosar esa extensa y siniestra lista de nombres escrita por el horror, la violencia y el fanatismo de un régimen liderado por auténticos psicópatas.
A pesar de los años transcurridos desde entonces, Esperanza, que hace honor a su nombre, mantiene vivo ese sentimiento a pesar de que, como confiesa finalmente tras años de búsqueda, "a estas alturas yo creo que a mi hijo ya me lo mataron". Tanto Esperanza como el resto de madres y abuelas de Plaza de Mayo son un ejemplo de entereza, dignidad, coraje y lucha constante contra el olvido, con el firme objetivo de que tanto los ideólogos como los verdugos de aquella locura paguen por los crímenes cometidos. Tal y como defiende Esperanza, no habrá justicia hasta que no se juzgue y condene a todos ellos, confesando en este punto de la entrevista su máxima admiración por el juez Baltasar Garzón, que reabrió varios procesos contra esos dictadores que vivían en la tranquilidad de un retiro apacible, acusándoles de crímenes contra la Humanidad.
¿Por qué le habeis hecho esto a Garzón en España? -preguntaba incrédula Esperanza en relación a las querellas presentadas por organizaciones de extrema derecha como Manos Limpias o Falange Española de las JONS ante el intento de Garzón de investigar las desapariciones durante la Guerra Civil y que acabaron con la suspensión cautelar de sus funciones como magistrado de la Audiencia Nacional. Seguramente sería difícil explicarle el porqué a alguien que no vive en nuestro país y no sabe de qué somos capaces, pero si tuviera a Esperanza a mi lado le diría que en España se castiga el éxito, se persigue la integridad, se denuncia a aquel que es fiel a sus ideales y muere por ellos, se margina la búsqueda de la verdad o la justicia y se hunde a cualquier adversario político por el mero hecho de serlo. Sólo así se entiende que en un país azotado durante 40 años por una dictadura gris e implacable hasta su último aliento, absolutamente nadie tras tantos años de democracia silenciada haya sido capaz de devolverle la dignidad a los vencidos -muchos de ellos continuan abandonados en cunetas- amparándonos en una transición supuestamente reconciliadora entre los vencidos sin voz y los vencedores herederos del poder, y excusándonos en el hecho de no remover más el pasado.
Ni siquiera un juez estrella como Garzón pudo ser profeta en su tierra, sin embargo tuvo la oportunidad y la valentía de llevar a cabo esa justicia que no le dejaron aplicar en España a los paises latinoamericanos que sufrieron la barbarie de una clase política y militar enfermiza. En paises como Argentina o Chile, Baltasar Garzón es hoy en día un referente de la libertad y la lucha contra el totalitarismo y el genocidio. Mientras tanto aquí, al otro lado del Atlántico, en este país que acostumbra a dar clases gratuitas de democracia sin aplicarse el cuento, Baltasar Garzón es un perseguido al que entre unos y otros han echado a patadas. Supongo que en el fondo hizo bien marchándose a la Corte Penal Internacional de La Haya, cuanto más lejos mejor de este antiguo pedazo de tierra que no cambiará nunca.
Esperanza decía que daría su vida para que Baltasar Garzón volviese a ser juez. Ante ese acto de amor y gratitud hacia alguien que ha defendido la justicia frente al terror y dado voz a los olvidados, ¿qué más se puede añadir?

domingo, 18 de septiembre de 2011

Gracias por la oscuridad

Les aseguro que no era mi intención. Cuando el maldito despertador me arrancó de las sábanas a las siete de la mañana del pasado jueves, les juro por lo más sagrado que no tenía ni la más remota idea de que aquella misma tarde acabaría paseando por las entrañas de un edificio coronado por alambres retorcidos y una enorme malla metálica repleta de hierros que representaba un calcetín. Sí, como habrán adivinado estuve en la Fundación Tàpies, pero déjenme que empiece por el principio.
Curiosamente, aquel caluroso día de Septiembre fue el último de la estival estancia en Barcelona del padre de una amiga. Su nombre es Hebert y para más señas es uruguayo, escultor y uno de los tipos más divertidos que me he echado a la cara. Para celebrar una despedida en condiciones nos fuimos a comer el susodicho, su hija, el novio de ésta -que a la vez es amigo y tocayo- mi compañera y yo. Cinco sombras errantes bajo un sol de justicia que tras llenar el estómago se encaminaron calle arriba, a través de la Rambla de Cataluña, esquivando guiris, gitanas pedigüeñas y ciclistas inconscientes que invadían las aceras. Barcelona en estado puro.
El caso es que nuestro destino era la calle Aragón y más específicamente la Fundación Tàpies, en la que Hebert estaba interesado después de que un amigo le insistiera en la genialidad del artista catalán, la cual yo puse inmediatamente en duda. A pesar de mi advertencia entramos en el recinto mientras tres inteligentes desertores abandonaban aquella idea, refugiándose en la comodidad de una terraza en la que nos esperaron plácidamente con una taza de humeante café entre las manos.
El primer contacto con la chica que vendía las entradas ya no auguraba nada bueno. Después de explicarnos que se estaba celebrando un concierto en el interior de la sala principal y debido a ello la luz era escasa, nos vendió dos entradas a un precio reducido por la molestia de no poder disfrutar en todo su esplendor de aquellas obras maestras. Resignados -ya que estábamos ahí- decidimos entrar, Hebert expectante y yo dispuesto a cambiar mi concepción sobre el curioso arte de Tàpies. Veinte minutos después salimos a la calle con la sensación de haber perdido un tiempo precioso aunque agradecidos, eso sí, a la oscuridad que disimuló nuestras caras de estupefacción. En un brevísimo intérvalo de tiempo, la expectación de Hebert se había convertido en indignación y mi buena disposición en una sólida reafirmación en la idea de que aquello que habíamos contemplado se parecía a cualquier cosa menos al arte.
Dos trozos de madera enzarzados en una red metálica, una vieja persiana en la cual aparecía incrustado un violín con sólo dos cuerdas, bloques de cemento numerados y apilados unos sobre otros, por no hablar de las obras pictóricas -realizadas sobre madera e incluso sobre un trozo de manta roída- en las que el elemento común en la mayoría de ellas era la aparición de grandes X sobre fondos monocromáticos.
Nuestros comentarios se camuflaban entre la música estridente e innovadora que nacía de una flauta travesera -ni el concierto se salvaba, oigan- llegando a dos inevitables conclusiones: que hay gente en la vida que le echa mucha jeta al asunto y que la falta de talento no es hoy en día ningún obstáculo para llegar a triunfar en alguna de las disciplinas artísticas existentes. Sólo basta con tener buenos contactos, hacerte un nombre y que el boca-oído haga el resto. A partir de ahí, cualquier tipo con dinero y mal gusto será capaz de pagar un precio desorbitado por la primera estupidez que se le pase por la cabeza crear al excéntrico artista de turno. Imaginen lo estimulante que debe ser invitar a cenar a unos amigos en tu humilde morada de mil metros cuadrados con piscina olímpica y enseñarles el último Tàpies adquirido en Nueva York. Le debe llenar a uno de orgullo y satisfacción, como dice el rey en sus discursos.
Reconozco que no poseo conocimientos extraordinarios sobre arte pero hay una cosa que sí tengo: ojos en la cara, y mientras cualquier obra de un artista reconocido pueda llegar a realizarla mi sobrina de tres años con la misma exactitud, jamás llegaré a considerar aquello como arte, por muy exquisitos que se pongan los autores, los galeristas, los directores de museos o los ministros de educación, muchos de los cuales no tienen los estudios necesarios para desempeñar con éxito su labor ni saben hacer la O con un vaso.
Al menos, algo bueno ha salido de todo esto. Una promesa. La que le hice a Hebert de ir juntos algún día al Museo del Prado y allí sí, por fín, disfrutar como dos gorrinos en un charco.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Conversaciones paralelas

Hay conversaciones que le dejan a uno patidifuá o anonadado, como diría aquella estrella de antaño que hizo su última aparición en un videoclip de Fangoria. Precisamente hace unos días fui testigo de una de esas conversaciones, protagonizada por dos chicas que no tendrían más de veinte años. Una de ellas le explicaba a la otra, compungida, un hecho acaecido la noche anterior ante el cual no había podido contener las lágrimas. Imagino que estarán ustedes pensando en un drama familiar, una defunción, un accidente o simplemente mal de amores. Craso error. El fatídico episodio que provocó el vertido lacrimal sobre las mejillas de la inocente joven no fue otro que el fallo mecánico de su teléfono personal. Vamos, que se le estropeó el móvil. Las palabras textuales con las que expresó sus sentimientos a flor de piel fueron: "Jo, tía, lloré y todo".
Ante tal ejemplo de sinceridad para con su amiga, yo, que he contemplado innumerables escenas surrealistas a bordo de un tren, no pude hacer otra cosa que tratar de reprimir la carcajada que estuvo a punto de brotar, incontenible frente a aquellas palabras pronunciadas desde el desgarro más profundo. Si el tema no fuera tan triste, les juro que me reiría incluso acompañando esas sonoras risotadas con suspiros y dolores abdominales, pero ciertamente, el tema además de triste es preocupante.
Varios interrogantes me asaltaron entonces debido al panorama que se cernía ante mis ojos. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Cómo es posible que una minúscula máquina pueda crearnos tal dependencia? ¿Se ha convertido el móvil en el hilo conductor de las relaciones humanas? ¿Qué sería de nosotros hoy en día sin la tecnología?
Esta última cuestión es la clave para comprender en qué nos hemos convertido y en lo que se convertirán en mayor medida las generaciones venideras: en inútiles incapaces de sobrevivir sin las comodidades que nos brinda nuestra sociedad del bienestar.
No es mi intención ponerme tremendista, ni apocalíptico, ni ser pájaro de mal agüero, pero pónganse ustedes en lo peor. Una catástrofe nuclear a gran escala, un meteorito caprichoso que en su trayectoria impacta sobre nuestro planeta, una desviación severa del eje terrestre con fatídicas consecuencias. Imaginen el percal. Abrir el grifo y que no mane ni una gota de agua, apretar el interruptor de la luz y continuar en la más absoluta oscuridad, realizar nuestras necesidades fisiológicas y que éstas no desaparezcan por las cañerías al empujar un circular botón metálico, no tener frigorífico para refrigerar los alimentos ni microondas para calentarlos, estar desinformados de lo que ocurre a tan solo diez kilómetros de distancia al no disponer de radio, ni televisión, ni internet, ni teléfono para comunicarnos con nuestros seres queridos, no contar con calefacción para protegernos del frío ni con aire acondicionado para sofocar el calor.
Ante esa hipotética catástrofe, ¿cómo reaccionaría la humanidad? Sin duda, nos veríamos obligados a adaptarnos al nuevo medio y aprender a sobrevivir con lo que únicamente nos brinda la naturaleza a la que saqueamos y violamos indiscriminadamente desde hace décadas. Sobrevivir. Ése es el término que hemos escondido en lo más recóndito de nuestra memoria colectiva y cuyo real significado alteramos diariamente con demasiada ligereza.
En fín, sólo espero no estar presente en este mundo cuando todo se vaya al carajo y el ser humano se reencuentre consigo mismo, con lo que siempre fue desde el principio de los tiempos, con su instinto más arcaico y primitivo. Y lo mismo le deseo de corazón a esa chica que una tarde, en un tren de cercanías, lloró por su difunto móvil. Porque ella sí que no lo podría soportar.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que nunca se fueron

Hoy los he vuelto a ver y lo cierto es que siguen como siempre, instalados en el lugar del que nunca se fueron. Continuan llevando sus caros y elegantes trajes, sus camisas italianas impolutas, sus corbatas de impecable nudo, sus rayban y sus depredadoras sonrisas, seguros de sí mismos y dispuestos a vender hasta a la madre que los parió por un buen porcentaje. Suelen ser tipos listos, con estudios -eso sí, más de uno inventado en el currículum- ubicados en un amplio abanico que abarca desde especuladores, brokers o directivos de grandes empresas con bonus estratosféricos hasta piltrafillas y lameculos cuyo único mérito en la vida ha sido estar en el lugar adecuado en el momento preciso.
Éste del que les hablo era un grupo de seis o siete hombres, tirando a cincuentones. Mirada altiva, manos en los bolsillos y paso firme. Parecían comerse el mundo a bocados, conscientes como son de su posición y su poder en esta sociedad de consumo y sabedores de que tienen la sartén por el mango y cuerda para rato. Son tiburones, predadores, supervivientes de un sistema creado precisamente por ellos, por los poderosos que al igual que la banca en un casino, nunca pierden. Cuando inventaron todo este tinglado no dejaron nada a la improvisación, por mucho que lo parezca: los beneficios son privados y las pérdidas públicas. Jaque mate y fin de la partida.
Fue entonces, al observar a aquellos tipos andar por la vida con la impunidad de diplomáticos, cuando me pregunté de qué han servido estos últimos años de crisis financiera, hundimiento de las bolsas, rescate de los bancos, desconfianza en los mercados y un largo etcétera de daños colaterales. La respuesta me resultó dolorosa a la vez que clara como el agua. Han servido para afianzar un sistema pervertido desde su nacimiento, basado en la codicia y el consumo indiscriminado, a costa de dilapidar las libertades y los derechos de esos mismos ciudadanos que tanto abrazaron al propio sistema mientras les era favorable, como un espejismo que finalmente se ha esfumado ante sus ojos.
Los dueños del cotarro siguen en su torre de cristal manejando los hilos de nuestros destinos, mientras los demás mortales deberemos enfrentarnos a la nueva esclavitud del siglo XXI, basada en la precariedad laboral, salarios irrisorios y recortes en los servicios más básicos, pilares de cualquier sociedad desarrollada, como son la educación y la sanidad.
Lo que parecía ser el fin de un sistema capitalista agotado y con fisuras hasta ahora inéditas en su línea de flotación, va camino de convertirse en el inicio de una nueva era, en una mutación del propio sistema en un neocapitalismo pseudo-feudal en el que, si una revolución popular no lo impide, acabaremos aprobando por decreto las jornadas de catorce horas laborables, la educación y la sanidad dejarán de ser "gratuitas", e incluso no descartaría la implantación -seis siglos después- del derecho de pernada.
Pensándolo bien, dejaré de dar ideas porque esta gente es capaz de cualquier cosa.

lunes, 6 de junio de 2011

Sobrados de talento

Hace tiempo que no les cuento ninguna historia de esas que me ocurren al tran-tran de un tren de cercanías, camino del trabajo o de casa según se tercie. Esta vez me dirigía al hogar, dulce hogar, un viernes al mediodía -imagínense la alegría, encarando ya el fín de semana- y a la altura de Badalona ya estaba a punto de caer en los brazos de Morfeo. En esas andaba yo, cuando de pronto escuché a mi espalda un acorde cercano y solitario que me hizo temer lo peor. Mis ojos volvieron a abrirse para contemplar este mundo cruel y me dije -como tantas otras veces- date por jodido Manué, te vas a quedar sin cabezadita como que el cielo es azul y el agua moja.
Efectivamente, la música empezó a sonar sin más dilación a través de una guitarra española y un cajón. Me resistí a girarme y contemplar el espectáculo porque ya llevo muchas horas a bordo y conozco el percal. El abanico de personajes que interpretan canciones en un tren no es muy amplio precisamente y suele destacar por su calidad tirando a baja. Podemos encontrar desde el veinteañero con pinta de modernillo que guitarra en mano destripa sin piedad canciones de los grandes de la música como los Beatles, los Rolling Stones o Pink Floyd, hasta el señor ya entrado en años que ejecuta con simple corrección Volver o Por una cabeza en su viejo acordeón, sin olvidar -no podía faltar- la última moda en lo que a actuaciones ferroviarias se refiere: el rumano que ataviado con un amplificador canta temas de Bisbal y Bustamante, con el problema añadido para los viajeros de tener que soportar un volumen atronador y una pronunciación ininteligible.
Pero a lo que iba. La música sonó y a los pocos segundos una voz flamenca potente y prodigiosa surgió abriéndose paso entre acordes de guitarra y golpes sincronizados al cajón, expandiéndose por todo el vagón como un aroma embriagador. Les juro por Camarón que todos los que allí nos encontrábamos -pensando en nuestras cosas, leyendo el periódico o manteniendo una conversación- dejamos aquello que estábamos haciendo y dirigimos nuestra mirada hacia el espectáculo que estaban brindando aquel par de tipos jóvenes -treinta y pocos- con mucho arte y aún más desparpajo que a mí personalmente me pusieron la piel de gallina.
Pude incluso contemplar dos detalles que nunca había visto anteriormente en ninguna otra actuación de este tipo: viajeros grabando el brevísimo concierto con sus teléfonos móviles y peticiones de que tocaran otro tema al finalizar las dos canciones de rigor que interpretaron magistralmente. Los chicos, finalmente, pasaron la gorra para recibir unas moneditas por el trabajo bien realizado y ante mi sorpresa, fuimos más los que abrimos la cartera que los que no lo hicieron.
La conclusión a la que uno llega ante un ejemplo como éste es que el arte y el sentimiento que te llega a producir están por encima de la razón y de los tiempos difíciles que vivimos. Me alegró el día comprobar que tanta gente fue capaz de reconocer el talento, pagar por él y premiarlo por encima de la mediocridad a la que nos tiene acostumbrada la televisión y las emisoras de música comercial.
Parece que no todo está perdido y sólo espero que ese par de tipos que durante cinco minutos me hicieron renegar del sueño, cumplan el suyo y puedan algún día vivir de su talento. Desde luego, les aseguro que de talento, estos dos iban sobrados.

miércoles, 1 de junio de 2011

Indignados e indignos

Se han cumplido ya dos semanas desde aquel 15 de Mayo en que los jóvenes de este país -y los no tan jóvenes- se echaron a la calle, primero en la Puerta del Sol de Madrid y posteriormente en todas las plazas de España. Con el paso de los días aquel chispazo de rebeldía se ha convertido en un movimiento amplio y heterogeneo que ha traspasado fronteras, despertando al fin las conciencias tras un letargo de años vividos entre espejismos creados por este sistema que ya no esconde sus miserias.
Pero transcurrido este tiempo, la pregunta que cabe hacerse es, ¿y ahora qué? ¿Qué camino hay que seguir para que esta explosión de indignación no se quede en un romántico intento que pudo ser y no fue?
El primer paso debería concretarse en la creación de un decálogo de propuestas reales que se conviertan en los objetivos primordiales de este movimiento. Ese debe ser el faro que nos guíe y la luz hacia la que dirigirse. Por otra parte, a través de votaciones en las diversas asambleas deberían nombrarse representantes que se convertirían en nuestras voces y a través de ellos llevar a cabo la presentación de las propuestas públicamente y la reunión con el conjunto de las fuerzas políticas para exigirles un cambio de rumbo en esta ficticia democracia en la que nadie nos consulta más que una vez cada cuatro años.
Todo ello, acompañado por grandes manifestaciones convocadas semanalmente con el fin de crear esa presión necesaria para conseguir esos objetivos que no son otros que una democracia real y un futuro con un mínimo de esperanza. No es una utopía, sino un deseo que con perseverancia e ilusión se podría convertir en una realidad.
La sociedad española, que tan poco representada se siente por una clase política que únicamente vela por sus propios intereses, exige con fuerza y sin miedo que el trabajo no sea un privilegio al alcance de cada vez menos gente, que los salarios de un gran porcentaje de la población dejen de ser vergonzosos, que las medidas sociales se impongan sobre los intereses económicos, que los bancos no tengan beneficios privados y pérdidas públicas, que la ley electoral sea justamente revisada, que los políticos tengan una formación acorde con sus responsabilidades, que ninguno de ellos pueda optar a un cargo público estando imputado, que la corrupción sea duramente castigada y no encubierta por una espesa cortina de humo entre colegas de partido, que la gente participe plenamente en la toma de las grandes decisiones políticas a través de referéndums. En definitiva, que nos devuelvan la dignidad y el poder que el pueblo está obligado a tener en una democracia y que nunca debió perder.
Parece imposible desgarrar esta tupida tela de araña tejida por los mercados, las grandes corporaciones, los bancos y los poderes económicos pero recordemos que nada perdura para siempre y que más pronto que tarde este sistema está abocado al fracaso, al igual que lo estuvieron tantos otros. Ese debe ser el propósito sobre el que volquemos nuestras esperanzas, para que nunca llegue el día en que nuestros hijos recriminen a toda esta generación perdida que ni siquiera tratamos de intentarlo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Otro cadáver en el camino

Es asombrosa la enorme capacidad que tienen los políticos para defraudarnos, por más altas que sean las expectativas que hayan generado e infinitamente ciega la confianza que hayamos depositado en ellos. Es algo que por lo visto no entiende de edades ni nacionalidades. Y precisamente por la gran esperanza que había significado para la opinión pública el nacimiento de una figura con la posibilidad de cambiar mínimamente este mundo que se va al carajo, el caso de Barack Obama es más doloroso si cabe.
Aquel lejano día de Diciembre del 2009, cuando el presidente estadounidense recibió el Premio Nobel de la Paz, mucha gente se preguntó los motivos de tan dudoso honor -piensen que Henry Kissinger lo recibió en 1973- teniendo en cuenta las escasas decisiones tomadas por el entonces recién elegido presidente de la nación más poderosa del mundo. Fue un galardón entregado más por la fe en el trabajo por hacer que por el realmente hecho.
Con el paso de los meses hemos podido comprobar con gran desilusión que nadie que se ponga al frente de un estado, por muy poderoso que éste sea, puede revertir el sistema en el que estamos inmersos, y que únicamente serán las masas las que podrán hacerlo cuando despierten de su letargo. A pesar de convertirse en el presidente de los Estados Unidos, siempre tendrá por encima de su cargo a demasiadas personas, instituciones, bancos o empresas con unos intereses superiores al de la paz y la igualdad. Y con el tiempo, ya ven, se ha ido dejando arrastrar por la vorágine hasta que el propio sistema le ha engullido y ya no le reconoce ni la madre que lo parió, pasando a convertirse en otro cadáver en el camino de los que controlan el cotarro.
Las buenas intenciones -que a veces no fueron ni tan sólo buenas- quedaron en el olvido y los tiempos de crisis económica que vivimos no han ayudado precisamente a que esas promesas pasaran a ser realidades. A día de hoy, la prisión de Guantánamo sigue abierta y a pleno rendimiento, la presencia de tropas estadounidenses en Irak y Afganistán se mantiene intacta sin que haya variado su posición con respecto a la anterior administración Bush, las fuerzas aliadas -con EE.UU a la cabeza- siguen bombardeando Libia ante la búsqueda de un nuevo cabeza de turco que continue alimentando sus ansias expansionistas en la lucha por el control del oro negro. Pero la gota que ha colmado el vaso de los absolutamente descreídos con la gestión del presidente Obama, ha sido la eliminación de Osama Bin Laden en una actuación que ya no se molesta en esconder la huella del asesinato de Estado.
Se han cometido demasiadas atrocidades en los últimos años en el nombre de la seguridad y la lucha contra el terrorismo, y finalmente toda esa barbarie por parte de unos y otros ha culminado en una imagen que quedará grabada en nuestras retinas: la de miles de personas celebrando en Nueva York la muerte de Bin Laden con gran excitación.
¿Son los EE.UU el nuevo Dios omnipresente que guía a la humanidad por el camino de la justicia en estos tiempos en que la fe escasea? ¿Pueden decidir quién vive y quién muere sin ninguna consecuencia ante sus acciones? ¿Debe ponerse un Estado que presume de democracia al mismo nivel que una organización terrorista? ¿Los juicios han pasado a mejor vida, siempre y cuando la decisión de prescindir de ellos mejore las encuestas de popularidad? ¿Cómo ha llegado a triunfar la hipocresía en este mundo que ha olvidado el significado de la palabra paz?
Si el Sr.Obama tuviera un poco de vergüenza torera, llamaría a esos tipos sesudos de Oslo que viven al margen de la realidad y les diría: Oigan, quiero devolver mi premio. He comprendido que la guerra es más rentable que la paz.

jueves, 14 de abril de 2011

Nuestros amigos del norte

Hace unas semanas estuve en Madrid en compañía de mi pareja y de un buen amigo. Ya saben, turismo y evasión ante la monotonía de esos fines de semana otoñales que entristecen el alma. En Madrid siempre se siente uno como en casa entre la multitud llegada de todos los rincones de España y del mundo.
Caminamos como locos, adentrándonos en el bullicio de la Gran Vía hasta Plaza de España, visitando el templo de Debod, disfrutando del sol dominical entre los músicos que alegraban con sus notas el Retiro, respirando el clásico aroma del rastro y su Plaza de Cascorro. Todo ello acompañado -como corresponde- por cañas y tapas, y por esas conversaciones de tasca que no tienen precio. En uno de esos altos en el camino para dar respiro a nuestros andares doloridos, dimos con una terraza en la que nos dejamos caer en busca de reposo. Tres tercios y una sonrisa en los labios. A eso que aparecen cuatro guiris jovencitos, de rojez cutanea y cabello semidorado, con pinta de haber aterrizado desde Wisconsin o Massachusetts. Cuatro gringos que intentando aclimatarse a las costumbres locales, decidieron acompañar el descansito con sendas cervezas bien frías. A los pocos minutos, sorteando las mesas de la terraza, se plasmó ante nuestros ojos la figura de un limpiabotas de los de toda la vida, cincuentón de porte chulapo, con su cajón de madera curtido en mil batallas en la mano diestra.
Al percatarse de su presencia, los muchachos le llamaron y entre risas contemplaban cómo el tipo preparaba los instrumentos. Y ahí me dije, tate, ya estamos. Han venido a tocarnos los típicos guiris borrachos, energúmenos que en su país no se atreven a alzar la voz y que aquí se vienen a reir a costa del hombre que les limpia los zapatos. Observé fijamente la escena y cuando creí que ya no me quedaría más remedio que mentarle a la madre a esos hijos de la gran manzana, uno de ellos se arrancó a hablar en un castellano más que aceptable. El chaval le preguntó al limpiabotas -un profesional, atento a la cuestión mientras le seguía dando al betún- sobre su antigua y noble profesión. Y el tipo, pues ya se pueden imaginar, que la cosa está muy achuchá y que se hace lo que se puede. Los compañeros escuchaban atentamente mientras se lanzaban alguna mirada curiosa ante los artilugios que sacaba el maestro de su viejo cajón.
Al terminar el limpiabotas su faena, el chico pagó y con sus relucientes zapatos sobre la acera se despidió del veterano tipo de chaqueta azul y mirada viva que continuaba serpenteando entre las mesas en busca de clientela.
Y es curioso, oigan. Está uno tan acostumbrado a toparse con esos jóvenes agambados borrachos y montando espectáculos en cualquier lugar de veraneo, que acaban pagando justos por pecadores. Estamos hartos de verlos en zonas cercanas como Calella, Lloret o Salou -ciudad en la que precisamente estos días se está celebrando el Saloufest- donde el turismo barato de alcohol y excesos es el que manda, tristemente promovido por los propios gobiernos de los ayuntamientos para trincar viruta, aunque sea a costa del descanso vecinal y el olvido de las buenas maneras.
Ya ven, tantos años campando a sus anchas entre nosotros sin más ley que el vandalismo nocturno, que los prejuicios han acabado por convertirme en un tipo con la guardia en alto y la alarma encendida ante nuestros amigos del norte. Tengan en cuenta que eso de verles orinando en plena calle, haciendo calvos en misa mayor y destrozando bares, marca mucho. Háganse cargo.

sábado, 12 de marzo de 2011

Caminos de ida y vuelta

Hará ya un par de semanas volvió a cruzarse en mi camino una película de hace algunos años que me conmovió profundamente y que plasma lo que fue la emigración española en los sesenta. También muestra las diferentes maneras desde las que se puede abordar el fenómeno migratorio, tan manipulado de forma maniqueista en estas tierras. Su título es Un franco, 14 pesetas y se la recomiendo fervientemente a todos aquellos que aún no la hayan visto.
Cuenta la historia de un padre de familia que se ve obligado a emigrar a Suiza debido a la crisis que se vivía en nuestro país en aquellos años, y lo hace desde una perspectiva crítica ante todos los tópicos que a base de repetirse quedan instalados en nuestro imaginario colectivo. Lugares comunes que no por afirmar una y mil veces pasan a ser ciertos.
La famosa frase que tantas veces he oído en mi entorno de que como en España no se vive en ningún sitio -también reflejada en la película- se derrumba ante la evidencia de que realmente para muchos españoles fue más dura la vuelta a su tierra que la marcha de ella. Reencontrarse con un país que vivía con veinticinco años de retraso respecto al resto de Europa en ámbitos como la libertad o la educación, no fue fácil para muchos de ellos. Sin embargo, lo que más me llama la atención es que cincuenta años después seguimos siendo el mismo pueblo estúpido y autocomplaciente que no aprende de sus errores ni de sus experiencias.
Siendo un país de emigrantes, tanto en los años de guerra y posguerra -a paises sudamericanos como Venezuela, Argentina, Uruguay o Méjico- como en los años sesenta -a zonas como Alemania o Suiza- nuestra actual situación de nuevo rico nos ha llevado a olvidar de un plumazo todas aquellas historias de sufrimiento, nostalgia y temor a lo desconocido que millones de españoles tuvieron que vivir en sus carnes, en busca de un mejor futuro para ellos y sus familias. Nuestra mala memoria selectiva en este tema nos lleva hoy en día a renegar de todos aquellos que vienen a España con el único fin de labrarse un porvenir ante la falta de oportunidades en sus paises de origen. Ante esta situación, nuestros políticos, en lugar de dar ejemplo y promover la empatía, el entendimiento y el respeto por todos aquellos que realizan un trayecto que ya hicimos nosotros anteriormente, avivan el fuego del miedo al diferente, del odio al extranjero, del blindaje de fronteras en un mundo globalizado que no debería entender de nacionalidades.
La película también muestra nuestro carácter como pueblo, la idiosincracia cainita y envidiosa que nos caracteriza y lo poco amplios de miras que éramos entonces y seguimos siendo ahora, en este hipócrita país en donde según las encuestas nadie es racista pero prefiere no tener a un negro como vecino o a un moro como compañero de trabajo.
Ante la actual crisis, mucha gente está optando por abandonar el país y buscar fortuna más allá de nuestras fronteras. Curiosamente la historia se repite y vuelve a ser Alemania el destino de muchos de ellos, debido a la demanda por parte del país germano de jóvenes con formación cualificada. Parece que no nos queremos dar cuenta de que el fenómeno migratorio es cíclico y que hoy lo sufre usted pero mañana me puede tocar a mí -de nuevo- y volvemos a tropezar con la piedra del egoismo, la estupidez y la falta de sensibilidad.
Lo hablaba el otro día con mi amigo Diego, todo es cuestión de educación. Y ahí es donde radica el problema, en que ésta brilla por su ausencia entre los Pirineos y el estrecho. Es nuestro sino, la marca que durante siglos llevamos tatuada en la piel y que a menudo me hace abandonar toda esperanza y llegar a la conclusión de que no aprenderemos nunca.

viernes, 18 de febrero de 2011

Tras los pasos de Teresa Mendoza

Les juro que estuve allí, en aquella habitación con Teresa Mendoza, cuando el Gato Fierros apareció por la puerta, apoyándose en su marco con esa sutileza que da la experiencia. Reconozco que me cogió por sorpresa, al igual que a ella. No esperábamos su presencia. Segundos antes me limitaba a contemplar a Teresa en su intensa indecisión ante la agenda del Güero Dávila -ni la mires, le había dicho un día tan lejano ya en el tiempo- preparada para la huída a ninguna parte.
El Gato Fierros y su sonrisa húmeda y peligrosa. Era uno de esos tipos de gatillo fácil que te hielan la sangre porque no tienen nada que perder. Con esa calma tensa del que se sabe profesional de su oficio -y la del día de hoy era una tarea sencilla- tanteaba a su presa con esa mirada felina que escudriñaba lo más profundo de las entrañas, hiriéndote hasta el alma.
Pote Gálvez le acompañaba en la ruta. Gordo, con su tupido bigote negro, se mantenía expectante a los acontecimientos. Yo seguía allí, presente en la escena aunque invisible a los ojos de sus protagonistas. Ardía en ansias de asir a Teresa por un brazo y saltar por la ventana cuando el Gato Fierros la abofeteó, dejándola tirada en la cama. El dolor llamaba a su puerta como presagio de lo que vendría después, inevitable en el destino de los que andan con malas compañías y peores intenciones.
Pote tenía prisa por acabar el trabajo de una buena vez pero el Gato tenía otros planes antes de apretar el gatillo. Sintió bombear la sangre en sus sienes al contemplar los muslos prietos y los pechos turgentes de la viudita a la que siempre había tenido ganas de culear. El Gato se abalanzó sobre Teresa, que entregada a su suerte se dejaba hacer sin lanzar al menos un gemido desesperado al viento que diera muestras de su repulsa y su náusea.
La impotencia, que se escapaba entre mis poros como el sudor frío recorre el cuerpo ausente, fue creciendo hasta invadir las paredes y el blanco techo de la habitación, mientras ella sólo pensaba en un final rápido que la llevara al descanso eterno de esta perra vida. Mis ojos le hacían señales mientras mi voz se perdía en el vacío de unas palabras jamás pronunciadas. Y en ese instante, contemplé la bolsa que descansaba junto a la cama, la misma que Teresa había preparado para huir y no volver jamás. Como un deshauciado que vuelve al mundo de los vivos, Teresa recuperó la lucidez y se vió bajo el hombre que seguía embistiendo su sexo violentamente. Alargó el brazo y su mano se adentró en la bolsa en busca de la justiciera, una Colt Doble Águila de metal cromado y cachas de nácar que había pertenecido al difunto Dávila. Sin tiempo para la reacción, levantó la pistola y una bala del calibre 45 le reventó la cara al Gato Fierros.
Todavía retumbaba en mi cabeza el sonido del disparo cuando se oyeron varios pitidos que anunciaban el cierre de la puerta del vagón y el instinto me llevó de vuelta al mar que asomaba por el ventanal. Abandoné a Teresa allá, a su suerte en ese Méjico que huele a muerte y a pólvora en las esquinas y con el libro en mis manos salté de un brinco del asiento hasta la puerta -que dejé cerrándose tras de mí- continuando mi camino por el andén que la lluvia acariciaba.
Estos días he visto anunciado en televisión que Antena 3 emitirá próximamente una serie sobre la historia de Teresa Mendoza -La Reina del Sur- creada por Arturo Pérez Reverte. Nos volveremos a ver entonces y tan sólo espero que ella siga tal y como la recuerdo.

lunes, 14 de febrero de 2011

Si Bogart levantara la cabeza

El pasado viernes se escribió un nuevo capítulo en la cruzada contra el tabaquismo que se inició el 1 de Enero con la polémica ley antitabaco. Los no fumadores tienen todo el derecho a defenderla ya que a partir de esa fecha ya no están obligados a tragarse el molesto humo ajeno que irrita los ojos y asfixia las gargantas, y los fumadores, por su parte, están en el suyo a atacarla, basándose en la libertad individual y en el ejercicio de sus derechos como ciudadanos. Lo que ocurrió la noche del viernes en Barcelona, sin embargo, pasa ya de castaño oscuro y llega a rozar la ridiculez.
Les informo. Teatro Apolo. Ciudad Condal. Un espectador denunció ante la Agencia de Salud Pública al musical Hair que se representa en el citado teatro barcelonés, ya que durante la obra los actores fuman en el escenario, a pesar de que -según el director de producción- no es tabaco lo que se fuma sino una mezcla de hierba Maria Luisa, hojas de nogal y albahaca, comprada en una herboristería.
Y es que la llamada a la denuncia realizada por parte del gobierno ante actitudes que incumplan la nueva ley está dando sus frutos. Los chivatos -especie omnipresente en estas tierras peninsulares- campan a sus anchas, disfrutando como gorrinos en una charca y dándose palmaditas en la espalda los unos a los otros.
Estoy convencido de que el tipo que denunció a la compañía teatral -intransigente ante el humo hostil del tabaco, que desde luego perjudica la salud de todos, activa o pasivamente- va todos los días al trabajo en su todo terreno diesel, importándole un testículo de pato la contaminación y el hecho de que en ciudades como Madrid o Barcelona el aire se vuelva irrespirable. Es la hipocresía que reina en nuestro país. Nos importan tanto unas cosas y otras tan poco, dependiendo tan sólo de lo que a mí me joda y no al vecino.
Volviendo al tema de la persecución, en este país donde somos más papistas que el Papa, no duden que llegará el día en que estará prohibido el cigarrillo en cualquier imagen que se proyecte en el cine y en la televisión, a pesar de que por exigencias del guión sea un elemento característico del personaje o de la época en que se centra la historia. En las películas de nueva producción no podrá aparecer un cigarro ni en pintura y en las antiguas se procederá a pixelar dicho elemento para no herir la sensibilidad del espectador ni violar lo políticamente correcto. Sin embargo, los disparos, las muertes, las violaciones y demás actos de violencia gratuita que abundan en nuestras pantallas quedarán impunes ante las manos de los censores del siglo XXI.
Ya me estoy imaginando a Humphrey Bogart con una mano borrosa y humeante en el café de Rick de Casablanca. Los carteles de películas como Desayuno con diamantes y La muerte tenía un precio verán desaparecer sus pitillos entre las manos de Audrey Hepburn y los labios de Clint Eastwood. Quedará fragmentada la sensualidad de Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai o de Rita Hayworth en Gilda, así como la pose rebelde y dura de James Dean en Gigante, o el característico paso con un puro entre los dedos de Groucho Marx en cualquiera de sus geniales obras. Del mismo modo, John Travolta y Uma Thurman aparecerán entre píxeles en cada una de las escenas de Pulp Fiction, en cuyo argumento también deberán prescindir de la cocaína, la heroína y demás sustancias que aparecen a lo largo del film. Si entramos en el sinuoso tema de las drogas prohibidas y penadas legalmente, los intercambios de polvo blanco entre bandas que aparecen en las películas de Scorsese se deberán erradicar, sustituyéndolos por el tráfico de caramelos mentolados contra el mal aliento, y los talleres clandestinos ubicados en la selva colombiana, tan recurrentes en ocasiones, pasarán a convertirse en tiendas de todo a cien regentadas por la mafia china.
No se rían porque es lo que nos espera, en lugar de optar por darle a este país lo que necesita: más educación, más prevención, más información y menos prohibiciones.
Pero claro, eso es como pedirle a Paris Hilton que se meta a monja de clausura. Qué quieren que les diga, yo no lo veo.

lunes, 7 de febrero de 2011

Manifiesto contra la monotonía

Una de las cosas que pueden amargarle a uno la existencia en esta vida es la monotonía. Lo compruebo diariamente -hoy, al ser lunes se magnifica el impacto tras el oasis de un fín de semana movidito- durante el trayecto de mi casa a la estación. Me siento como Bill Murray en el día de la marmota, atrapado en el tiempo. Me cruzo con el mismo abuelo que da de comer a las palomas en la parada del autobús, la misma viejecita que saca a pasear al perro, el mismo grupo de pakistaníes que se dirigen en masa al curro, el mismo chaval en bicicleta que casi me atropella a diario, el mismo friki vestido completamente de negro que fuma en la puerta de la estación antes de coger el tren. Se han convertido en viejos conocidos de los cuales acierto adivinar tan sólo su aspecto externo.
Por suerte, para paliar el dolor de convertirse en un tipo habituado a la rutina existen mecanismos de defensa, islas en el medio del océano que nos rescatan del cruel destino.
Personalmente creo que la vacuna más significativa son los libros. La lectura nos permite adentrarnos en mundos maravillosos, vivir en la piel de hombres y mujeres de otras épocas y lugares que nunca nos atreveríamos a ser, mirar con otros ojos, lanzarnos al vacío sin riesgos visibles, cruzar los siete mares sin más timón que nuestra propia imaginación.
Gracias a ellos he sido capaz de acompañar a Jim Hawkins a bordo de la Hispaniola en su búsqueda de la isla del Tesoro. He viajado a través de la Península Ibérica en un dos caballos con Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaiço y sus estorninos, sobre una balsa de piedra a la deriva. Me he emborrachado, apostado a los caballos en el hipódromo de Los Ángeles y caído en la decadencia más absoluta junto a Bukowski y su alter ego Hank Chinaski. He cruzado el Atlántico, adentrándome en las calles de Montevideo, donde Benedetti me ha enseñado cómo quema el amor y también cómo duelen la nostalgia y el olvido, convenciéndome de que el sur también existe. He partido hacia París junto a Lucas Corso en busca de respuestas sobre un extraño libro y sus misterios. He recorrido el Mediterraneo con Mustafá de Six-Fours como galeote, dejándonos los riñones en galeras. He viajado por sudamérica en el asiento trasero de la motocicleta de un joven Ernesto Guevara. He conocido la Barcelona de posguerra, y caminando entre sus antiguas y estrechas callejuelas he conseguido adentrarme en el Cementerio de los Libros Olvidados. En definitiva, he vivido tantas vidas que ya no las recuerdo en su totalidad.
Háganme caso. Relájense y disfruten. Tomen esas encuadernaciones que se abrirán de páginas tan sólo para ustedes y tómenlas con amor y pasión. Entréguense a ellas sin reservas, con la inocencia de la primera vez. Recorran cada una de sus palabras y dejen volar la imaginación, evadiéndose a cada párrafo un poco más de este mundo terrenal que a menudo es tan mezquino.
Les aseguro que no hay fuerza más poderosa que nuestra mente. Y mientras tanto, a la monotonía que le vayan dando.

domingo, 30 de enero de 2011

Benditas batallitas

Una conversación escuchada fugazmente puede dar lugar a muchos pensamientos e imágenes almacenadas en los recovecos de la memoria. Me ocurrió el pasado viernes cuando tres ancianos que viajaban junto a mí en el tranvía evocaban recuerdos de juventud. Uno de ellos -tras pasar la calle Marina con destino a Glorias- recordaba cómo allí antes no había más que barracas y que la casa de sus padres se hallaba unas calles más arriba. Reían imaginándose entre esas tierras que un día les vieron correr o andar en bicicleta junto a los amigos, supongo que muchos de ellos ya ausentes.
Bajaron en la siguiente parada y yo me quedé con ganas de seguir observándoles e incluso poder preguntarles cómo era la vida en esos tiempos, qué queda de aquella Barcelona de posguerra tan lejana a nuestros ojos y cuánto darían por volver a caminar entre las barracas de esos terrenos que actualmente albergan el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña.
Hoy en día vivimos a tal velocidad que no pensamos en detenernos un instante y echar la vista al pasado. Hemos perdido la curiosidad por saber cómo vivían nuestros mayores y no nos damos cuenta de que cuando perdemos a uno de ellos, perdemos también una parte de nuestra historia. Preferimos ir a lo nuestro, creyéndonos sabedores de todo y sintiéndonos inmortales, sin prestar atención al hecho de que por donde hoy pasamos nosotros, ayer lo hicieron muchos otros que podrían enseñarnos con su experiencia.
Personalmente, ya no tengo abuelos a los que escuchar y si de algo me arrepiento es de no haberlo hecho con más frecuencia. A pesar de que contaran la misma anécdota cien veces y yo atendiera a las cien como si fuera la primera, me gustaría encontrarlos ahora, con la madurez que dan los años y oir sus historias jamás contadas de aquellos tiempos tan difíciles de guerra, hambre y miseria. Disfrutaría manteniendo una conversación de tú a tú con todos ellos, escuchando sus pensamientos y conociendo sus opiniones, que seguramente serían ideológicamente opuestas a las mías.
A mi abuelo Ramón -del que no mantengo ningún recuerdo ya que falleció siendo yo muy niño- le preguntaría sobre sus experiencias y aprendizajes durante los años en que emigró a Suiza. A mi abuela Consuelo le rogaría que me explicara anécdotas de aquella época en la que cantaba tangos. A mi abuelo Esteban le pediría que me contara historias de cada uno de los lugares en los que fue destinado siendo Guardia Civil. Y a mi abuela Isabel -con la que tuve más contacto ya que fue la última en marcharse- le acribillaría a preguntas sobre su niñez en aquel pequeño pueblo de la provincia de Toledo dónde pasamos tantos veranos.
Lamentablemente, ya no tengo la posibilidad de hacerlo pero hay mucha gente que sí la tiene y no es consciente de ese privilegio que todavía le permite aprovechar la memoria que perdura en sus mayores para empaparse de historia viva, para conocer el camino que nos ha llevado a ser como somos, para comprobar que detrás de ese viejo que camina con dificultad y a veces pronuncia palabras ininteligibles, todavía late un corazón joven que se estremece y apasiona al recordar los años en que se ponía el mundo por montera y se comía la vida a cucharadas.
Nada nos diferencia, tan sólo la experiencia y la sabiduría con las que el tiempo premia nuestro bagaje en la vida. Porque todos aquellos que un día fueron jóvenes y ya ni se reconocen en el espejo, mantienen encendida -aunque sea levemente- la llama de un pasado que huele a euforia, rebeldía y juventud. Por tanto, no permitan que la llama de nuestros abuelos se apague jamás y escuchen sus historias de amor y sufrimiento, de rabia, dolor y pasión. Sientan como suyas las anécdotas que son el legado oral de una generación y nunca olviden sus batallitas. Benditas batallitas.

miércoles, 19 de enero de 2011

La fobia del sastre de Tarzán

Existen infinidad de noticias en este mundo que se mueve tan deprisa y los editores de los periódicos e informativos deben decidir cual de ellas va en portada -a toda página y con grandes titulares- y cual queda relegada a unas pequeñas lineas en la sección de sucesos.
Hace pocos días leí en el diario La Vanguardia una noticia breve en el curioso apartado de tendencias que me asombró, sin embargo comprendí rápidamente el porqué de su extraña ubicación y su breve contenido. La razón es muy simple: vivimos en España y aquí hay que andarse con ojo.
La diminuta columna informaba de un accidente de tráfico debido al cual, una mujer había sufrido estrés postraumático, provocándole un gran pánico a conducir. Hasta ahí todo bien, quien más y quien menos tiene sus miedos y un hecho de tales características puede crearte una fobia o acrecentarte otra ya existente. El dato relevante del asunto es que debido a ese trauma, el juzgado de lo social de Lérida ha concedido a la estresada exconductora una pensión mensual vitalicia, ya que la susodicha trabajaba como perito de seguros y necesitaba el vehículo para llevar a cabo su labor. Es decir, que el juez considera que su pánico a ponerse ante un volante le impide trabajar.
Ahora entenderán porqué no se le ha dado a la noticia el bombo y platillo que merece. Si la mayor parte de la población española conociera tales hechos, no darían los juzgados a basto para atender a tanta gente traumatizada, con pánicos y fobias de toda clase y naturaleza. Encontraríamos desde el pánico a las alturas de un obrero que debe soldar una estructura en el piso cincuenta y siete de un rascacielos de Benidorm, hasta el policía que le ha cogido miedo a las armas tras presenciar un atraco con rehenes en el banco de su distrito.
La sentencia que nos ocupa todavía no es firme y el Instituto Nacional de la Seguridad Social la ha recurrido, sin embargo es pionera en España y puede crear un precedente muy peligroso ya que todos conocemos el percal en nuestro país y de qué pie cojea cada uno. Se trata de un suceso similar a aquellas sentencias que hace unos años dieron la razón a varios tipos que denunciaron a las grandes tabacaleras estadounidenses porque habían padecido cáncer de pulmón, curiosamente tras fumarse durante treinta años dos paquetes de cigarrillos al día. Qué cosas, oigan.
La cuestión, visto lo visto, es echarle morro al tema y a la que se nos presente la ocasión tratar de vivir del estado o de la indemnización millonaria de alguna multinacional, y que trabaje Rita la cantaora.
Lo dicho, mejor será que no se corra la voz y cunda el ejemplo ya que si se da el caso, el personal en este país va a trabajar menos que el sastre de Tarzán.

martes, 11 de enero de 2011

Correspondencia agresiva

No puedo creer que haya gente tan cansina, oigan. Unos plastas, pero con todas las letras y para que me entiendan les pondré en antecedentes.
Hace unos meses, mi pareja y yo hicimos una compra cuyo pago domiciliamos y cumplimos religiosamente. Pues resulta ser que ese pago lo realizamos a través de un banco -del que no había oído hablar en la vida- llamado Cetelen. He aquí, los cansinos.
Dicho grupo bancario no para de enviarme cartas publicitarias e incluso en uno de sus últimos envíos recibí una tarjeta de crédito dorada con mi reluciente nombre inscrito que convenientemente corté con unas tijeras y lancé al cubo de la basura. No se dieron por vencidos, a pesar de no recibir noticia alguna por mi parte, y la pasada semana apareció una nueva carta en mi buzón, que ya las recibe con agrado y camaradería, hombre, tú otra vez por aquí, me pareció escuchar al introducir la llave en su pequeña cerradura.
Cómo no, un nuevo sobre de esta gente entre mis manos que estuve a punto de destripar con los ojos inyectados en sangre. Sin embargo, a pesar de la ira, contuve mis impulsos y procedí a abrirlo contando hasta diez. En su interior, un papel me indicaba el número secreto de la tarjeta de crédito que rompí la pasada semana.
No puede ser, me dije. Me abalancé sobre el teléfono y llamé al número que aparecía en la parte inferior de la misiva. Una voz enlatada me tuvo cinco minutos al aparato tecleando el número de mi documento de identidad, pulsando el uno para cancelar un servicio, el cuatro para hablar con alguno de nuestros operadores y el ocho para cagarme en San Pedro bendito. Después de un tiempo dándole a las teclas, conseguí que me atendiera una mujer con voz de tomarse varios carajillos mañaneros y fumarse los Ducados a pares. Los tres siguientes minutos los desperdicié respondiendo cuestiones como mi nombre, dirección, teléfono, población, código postal -según la amiga por seguridad, no fuera a ser que alguien estuviera aburrido en su casa y se hiciera pasar por mí- y si me descuido le acabo diciendo la talla de calzoncillos.
Tras informar a la menda que no quería tarjetas, ya que no tengo ninguna cuenta en su banco ni intención de tenerla, que no quería ningún crédito de 2.000 euros y que no quería más publicidad en mi buzón, colgué el teléfono satisfecho y convencido de que el mensaje había sido claro a la par que conciso y que mi interlocutora lo había entendido sin ningún género de dudas. Ay, inocente de mí, cuántas cosas me quedan por aprender del marketing agresivo.
Hoy, a las doce y media de la mañana, ha sonado el teléfono de mi oficina -el fijo, no mi móvil particular- y al oir a un tipo con acento mejicano llamado Julio diciéndome que llamaba de Cetelen, les juro que casi me caigo de la silla. Les aseguro que no sé cómo han conseguido el teléfono de mi trabajo pero hay que reconocer que son unos profesionales. Hurgan y escarban como sabuesos hasta dar con su objetivo. Son como esos típicos tíos que ligan por desgaste, adormeciendo a su presa.
Julio, le dije, no me interesa un carajo lo que tengas pensado ofrecerme -a pesar de mis esfuerzos me acabó soltando que llamaba por la promoción de un seguro- y ya le dije a tu compañera el otro día que no quiero que me llaméis más. Parece que Julio se ofendió y tras dedicarme unos distantes buenos días, colgó apresuradamente.
Ya sé, no me crean tan ingenuo. Sé que no eran unos buenos días sino un hasta luego. Sé que si no es él, habrán otros muchos Julios dispuestos a llamar insistentemente por teléfono para cualquier gilipollez hasta hacerte perder la paciencia y llegar a mentarle a la madre. Sé que el negocio es el negocio y que la gente tiene que trabajar.
Sólo espero la próxima llamada para decirle a Julio que no me guarde rencor, que no es nada personal, pero que no me toquen más los cojones.

domingo, 2 de enero de 2011

El café de la discordia

Ni en plenas fiestas navideñas nos van a dejar tranquilos, oigan. La última del año que acabamos de dejar atrás la ha protagonizado el ministro de Industria, Turismo y Comercio, Miguel Sebastián.
Hace pocos días nos levantamos con la feliz noticia que todos esperábamos con los brazos abiertos. Qué crisis ni qué ocho cuartos. A partir del 1 de Enero, la electricidad subirá un 9,8% de media en nuestros recibos y ante este fantástico dato -al que por otro lado ya estamos acostumbrados- el señor ministro ha salido por peteneras y ha restado importancia a la subida de la luz, afirmando que tan solo equivale a poco más de un café, unos 1,7 euros por persona al mes.
Por su parte, la asociación de consumidores FACUA-Consumidores en Acción, ha criticado las cifras del gobierno, afirmando que el cálculo del ministro se ha elaborado teniendo en cuenta las casas vacías, con lo que en realidad, el ascenso para un usuario medio será de unos 6,7 euros al mes, más del doble de lo estimado.
Partiendo de la base que un café vale lo mismo para el señor ministro -que gana un pastizal- que para uno que cobra el salario mínimo interprofesional o el subsidio para desempleados, dicha medida supone un ataque frontal a las economías domésticas y favorece de nuevo a los grandes grupos empresariales del sector eléctrico, ante la falta de sensibilidad de nuestros políticos en un tema que levanta ampollas en la epidermis económica de todos los ciudadanos. Llegado a este punto, me pregunto cuándo llegará el día en que nos despertemos con alguna noticia que favorezca a los consumidores -palabra endiablada que nos han metido hasta en la sopa e instalado en nuestro vocabulario capitalista- de una buena vez.
Si sólo fuera éste el ámbito en el que se aplican medidas económicas sobre la población, nos daríamos con un canto en los dientes. El problema es que las anchas espaldas de las familias deben soportar además la subida del precio de la gasolina, los transportes, la alimentación, el IVA, la congelación de las pensiones y la bajada de sueldos a los funcionarios, por no hablar de los miserables salarios con los que debemos afrontar tales aumentos. Podría continuar hablando de cómo nos roban los bancos, las empresas de telefonía o la compañía del agua, pero me permitirán que lo deje ahí, porqué en este terreno ya me entra la risa tonta.
Alguien debería explicarle al ministro Sebastián que en una sociedad con más de cuatro millones de parados, con una economía a la deriva, con un nivel de confianza cero por parte de los mercados, con los comedores sociales repletos como nunca antes se había visto, no se puede frivolizar y realizar un comentario como el que salió de su boquita. Me parece una falta de respeto y una humillación. Sin embargo, todos sabemos que quedará en saco roto y no pasará a ser más que otra decepción de una gran cantidad de ciudadanos que un día votamos a esta panda de hipócritas.
Y entrando en el tema ideológico, alguien debería explicarle también al señor ministro y a otros tantos como él que forman parte de nuestro gobierno, que la bandera que enarbolan nada tiene que ver con el socialismo de andar por casa que ejecutan a diario. El socialismo de verdad que tantos millones de españoles quisiéramos ver aplicado en este país, se basa en un orden socioeconómico constituido por y para la clase trabajadora, en el que se pusieran por delante las necesidades de los ciudadanos en lugar de las de los bancos y las grandes empresas. La realidad, sin embargo, es otra y son precisamente ellos -los grandes bancos y multinacionales- los que cortan el bacalao y ponen las reglas, convirtiendo en un simple títere a este gobierno y a cualquiera de los que le seguirán, sea del color que sea.
Qué curioso. Y luego vamos dando clases de democracia y creyéndonos los embajadores del nuevo socialismo del siglo XXI. Flaco favor le hacemos a todos aquellos que nos quieran escuchar.