jueves, 7 de octubre de 2010

La niña del exorcista

Ya hace días que me cruzo con ella en el tranvía, camino del trabajo. Es el último tramo de un trayecto que comienza una hora antes, saliendo de casa con un portazo de resignación. Normalmente intento relajarme leyendo un libro o uno de esos periódicos gratuitos que dejan las manos pringosas de tinta, pero oigan, entre ustedes y yo, resulta imposible. No hay día que no llegue de mala leche al trabajo. O bien me siento frente a dos tías, oye, superguays que lo flipas, o sea, que se cuentan a grito pelado -a pesar de estar separadas tan solo unos centímetros- lo bien que lo han pasado este fin de semana con Borja y Pocholo, o se aposenta a mi lado un chaval con la música del móvil a todo trapo, o -como el caso que hoy les comento- me toca el premio gordo: la niña del exorcista.
No importa si ese día me he sentado en la parte delantera o trasera del tranvía, en el lado izquierdo o en el derecho. La cuestión es que la inocente criatura, acompañada de la mano de su abuelo, me huele cual perro de presa y dando saltitos ya a primeras horas de la mañana -es asombrosa la vitalidad que desprenden los críos en cuanto saltan de la cama- se sienta a mi vera, siempre a la verita tuya.
Ahí es cuando comienza el espectáculo. Las primeras patadas en mis espinillas por parte de sus piececitos que cuelgan oscilantes y sin rumbo fijo no se hacen esperar. Mi mirada abandona entonces las páginas que tratan de evadirme de la cruda realidad matinal, buscando una ayuda en el abuelo que se sienta a su lado, intentando decirle sin palabras, ¡haga algo, por Dios!
Realmente, mi auxilio silencioso obtiene resultados y el abuelo le afea la conducta a la niña, que lejos de amedrentarse ante el toque de atención, desafía a la autoridad competente y se rebela alzándose sobre la butaca. Ante la indomable fierecilla, su abuelo se ve obligado a ponerse duro y agarrándola fuertemente del brazo la sienta de manera brusca, devolviéndola a su posición original. Tales hechos generan consecuencias obvias, en forma de gritos y lloros que duran el resto del viaje. Como ven, un ambiente onírico que invita a la relajación, un día sí y el otro tambien.
Viendo el panorama es cuando me asalta la pregunta del millón. ¿Qué necesidad tiene ese hombre -me refiero al abuelo- de aguantar los caprichos de niña malcriada de su nieta, cuando debiera estar en un parque jugando a la petanca?
El modelo de sociedad capitalista que hemos creado impone a nuestros mayores una esclavitud que no merecen, después de estar toda una vida trabajando. Actualmente, en la mayoría de las familias son necesarios dos sueldos para llegar a fin de mes, y papá y mamá, después de pasar todo el día fuera de casa sin ver a la niña, no van a negarle lo que les pida, claro está, aunque sea la Luna. Darle una educación y unos modales puede esperar. Hay que trabajar las horas que sean necesarias para que a la criatura no le falte de nada, no vaya a ser que se traume y a los quince años nos exija que la llevemos al psicólogo. Nuestra presencia no es tan importante mientras tenga su Wii, psp o ds, y a nosotros nos dé para pagar la hipoteca, cambiarnos de coche o ir de vacaciones a Punta Cana.
Las culpas de este desaguisado, eso sí,deberían estar repartidas. No puede ser que no se acuerden unos horarios laborales más propicios para conciliar la vida laboral con la familiar, que tan solo un porcentaje ridículo de empresas tengan guarderías en los mismos centros de trabajo, que no se concedan unos beneficios sociales y económicos acordes al gasto de las familias y tantas otras cosas que resultan utópicas en este país de mierda. Demandar eso a nuestros políticos es como pedirle peras al olmo, más preocupados como están de ganar unas elecciones que de ayudar con medidas reales y justas a los ciudadanos.
Seguiré soportando a la niña con resignación, porqué de todo se aprende. Al menos, cuando llegue la hora de traer churumbeles a este puto mundo, pensaré en aquella tierna criatura y en su abuelo y trataré de ser fiel a mis principios. Por el bien de todos: familiares y desconocidos que intenten viajar en paz en un tranvía.

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