viernes, 22 de octubre de 2010

Barricadas las justas

No sólo nos separa una frontera sino un abismo social.
Francia se ha enfrentado a la novena huelga general en lo que va de año, con más de tres millones de personas echándose a las calles de París, y claro, nos ponemos a hacer comparaciones y le entran a uno ganas de llamarse Jean Paul o Michel y de enviar a este insufrible país llamado España a donde picó el pollo.
Nuestros vecinos del norte se toman muy en serio las conquistas sociales que tanta sangre y esfuerzo les ha costado conseguir como para que ahora venga cualquier pequeño Napoleón de pacotilla a tocarles la entrepierna y a decirles a qué edad se tienen que jubilar.
La revuelta está en el ADN de los franceses y así lo han demostrado a lo largo de su historia, con hitos universales como la revolución de 1789 o el Mayo del 68, todavía grabado en la retina de nuestros padres. De momento la presión sindical y social ha servido para paralizar medio país ante la preocupante falta de combustible y ha conseguido que el Senado francés aplace la votación del proyecto de reforma de las pensiones e incremento de la edad de jubilación.
Ahora traten de imaginar una situación semejante por estos lares, al otro lado de los Pirineos. Ni hartos de vino peleón, vamos, porque en España confundimos la paz social con el pasotismo y el aletargamiento. Aquí el personal se queja, claro que sí, pero en petit comité, con los compañeros del trabajo o junto a los amigos en un bar y frente a unas cañas, para poner a caer de un burro al presidente del gobierno, al líder de la oposición, al alcalde del pueblo y si se le calienta la boca, hasta a la suegra.
Pero a la hora de la verdad, cuando toca plantarse, exigir lo que nos corresponde como pueblo, defender nuestros derechos ante la incompetencia y desvergüenza de gran parte de nuestra clase política, curiosamente siempre tenemos algo más importante que hacer o esperamos que alguien tome la iniciativa por nosotros. No importa que haya una tasa de desempleo del veinte por ciento, ni que se apruebe una reforma laboral injusta, ni que nos recorten el sueldo, ni que el recibo de la luz suba un trimestre sí y el otro también, ni que pretendan incrementar la edad de jubilación de los 65 a los 67 años. Tampoco importa que la ministra de economía, Elena Salgado, amenace con tomar nuevas medidas impopulares si fuera necesario, ante la crisis que nos acecha, que por supuesto sufriremos los de siempre.
A semejante desaguisado nos hemos acostumbrado en esta democracia ficticia que nos han vendido, haciéndonos creer que el pueblo es soberano. No existe tal democracia cuando tan sólo ejercemos nuestro derecho al voto una vez cada cuatro años y no tenemos la opción de posicionarnos ante los grandes temas de estado, ya sea a través de referendos o plebiscitos como ocurre en otros paises. Uno de los ejemplos más sangrantes es el hecho de que tras treinta años de democracia, no hayamos tenido la posibilidad de decidir qué tipo de estado queremos, república o monarquía, ésta última impuesta -recordemos- por el dictador que rigió el destino de España durante cuarenta años. De nada han servido tampoco las recogidas de firmas, ni las manifestaciones, ni las huelgas, en este país que elige presidentes reconvertidos con el tiempo en caciques demagogos que pierden el sentido de la realidad y el pulso de la calle.
Han pasado más de cuarenta años del mítico Mayo del 68 y tras el desencanto de aquel sueño que nunca fue, hemos comprobado que bajo los adoquines no había arena de playa. Extrapolando la mítica frase revolucionaria a la España actual, se puede confirmar que aquí nunca hubo ni adoquines ni arena de playa, tan sólo un espeso lodo pantanoso que todo lo cubre. Pero no se preocupen, mientras el hambre no apriete y nos metan Gran Hermano en vena para evadirnos de la triste realidad, quién necesita barricadas ni consignas a voz en grito. Y que salga el sol por Antequera.

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