lunes, 6 de junio de 2011

Sobrados de talento

Hace tiempo que no les cuento ninguna historia de esas que me ocurren al tran-tran de un tren de cercanías, camino del trabajo o de casa según se tercie. Esta vez me dirigía al hogar, dulce hogar, un viernes al mediodía -imagínense la alegría, encarando ya el fín de semana- y a la altura de Badalona ya estaba a punto de caer en los brazos de Morfeo. En esas andaba yo, cuando de pronto escuché a mi espalda un acorde cercano y solitario que me hizo temer lo peor. Mis ojos volvieron a abrirse para contemplar este mundo cruel y me dije -como tantas otras veces- date por jodido Manué, te vas a quedar sin cabezadita como que el cielo es azul y el agua moja.
Efectivamente, la música empezó a sonar sin más dilación a través de una guitarra española y un cajón. Me resistí a girarme y contemplar el espectáculo porque ya llevo muchas horas a bordo y conozco el percal. El abanico de personajes que interpretan canciones en un tren no es muy amplio precisamente y suele destacar por su calidad tirando a baja. Podemos encontrar desde el veinteañero con pinta de modernillo que guitarra en mano destripa sin piedad canciones de los grandes de la música como los Beatles, los Rolling Stones o Pink Floyd, hasta el señor ya entrado en años que ejecuta con simple corrección Volver o Por una cabeza en su viejo acordeón, sin olvidar -no podía faltar- la última moda en lo que a actuaciones ferroviarias se refiere: el rumano que ataviado con un amplificador canta temas de Bisbal y Bustamante, con el problema añadido para los viajeros de tener que soportar un volumen atronador y una pronunciación ininteligible.
Pero a lo que iba. La música sonó y a los pocos segundos una voz flamenca potente y prodigiosa surgió abriéndose paso entre acordes de guitarra y golpes sincronizados al cajón, expandiéndose por todo el vagón como un aroma embriagador. Les juro por Camarón que todos los que allí nos encontrábamos -pensando en nuestras cosas, leyendo el periódico o manteniendo una conversación- dejamos aquello que estábamos haciendo y dirigimos nuestra mirada hacia el espectáculo que estaban brindando aquel par de tipos jóvenes -treinta y pocos- con mucho arte y aún más desparpajo que a mí personalmente me pusieron la piel de gallina.
Pude incluso contemplar dos detalles que nunca había visto anteriormente en ninguna otra actuación de este tipo: viajeros grabando el brevísimo concierto con sus teléfonos móviles y peticiones de que tocaran otro tema al finalizar las dos canciones de rigor que interpretaron magistralmente. Los chicos, finalmente, pasaron la gorra para recibir unas moneditas por el trabajo bien realizado y ante mi sorpresa, fuimos más los que abrimos la cartera que los que no lo hicieron.
La conclusión a la que uno llega ante un ejemplo como éste es que el arte y el sentimiento que te llega a producir están por encima de la razón y de los tiempos difíciles que vivimos. Me alegró el día comprobar que tanta gente fue capaz de reconocer el talento, pagar por él y premiarlo por encima de la mediocridad a la que nos tiene acostumbrada la televisión y las emisoras de música comercial.
Parece que no todo está perdido y sólo espero que ese par de tipos que durante cinco minutos me hicieron renegar del sueño, cumplan el suyo y puedan algún día vivir de su talento. Desde luego, les aseguro que de talento, estos dos iban sobrados.

miércoles, 1 de junio de 2011

Indignados e indignos

Se han cumplido ya dos semanas desde aquel 15 de Mayo en que los jóvenes de este país -y los no tan jóvenes- se echaron a la calle, primero en la Puerta del Sol de Madrid y posteriormente en todas las plazas de España. Con el paso de los días aquel chispazo de rebeldía se ha convertido en un movimiento amplio y heterogeneo que ha traspasado fronteras, despertando al fin las conciencias tras un letargo de años vividos entre espejismos creados por este sistema que ya no esconde sus miserias.
Pero transcurrido este tiempo, la pregunta que cabe hacerse es, ¿y ahora qué? ¿Qué camino hay que seguir para que esta explosión de indignación no se quede en un romántico intento que pudo ser y no fue?
El primer paso debería concretarse en la creación de un decálogo de propuestas reales que se conviertan en los objetivos primordiales de este movimiento. Ese debe ser el faro que nos guíe y la luz hacia la que dirigirse. Por otra parte, a través de votaciones en las diversas asambleas deberían nombrarse representantes que se convertirían en nuestras voces y a través de ellos llevar a cabo la presentación de las propuestas públicamente y la reunión con el conjunto de las fuerzas políticas para exigirles un cambio de rumbo en esta ficticia democracia en la que nadie nos consulta más que una vez cada cuatro años.
Todo ello, acompañado por grandes manifestaciones convocadas semanalmente con el fin de crear esa presión necesaria para conseguir esos objetivos que no son otros que una democracia real y un futuro con un mínimo de esperanza. No es una utopía, sino un deseo que con perseverancia e ilusión se podría convertir en una realidad.
La sociedad española, que tan poco representada se siente por una clase política que únicamente vela por sus propios intereses, exige con fuerza y sin miedo que el trabajo no sea un privilegio al alcance de cada vez menos gente, que los salarios de un gran porcentaje de la población dejen de ser vergonzosos, que las medidas sociales se impongan sobre los intereses económicos, que los bancos no tengan beneficios privados y pérdidas públicas, que la ley electoral sea justamente revisada, que los políticos tengan una formación acorde con sus responsabilidades, que ninguno de ellos pueda optar a un cargo público estando imputado, que la corrupción sea duramente castigada y no encubierta por una espesa cortina de humo entre colegas de partido, que la gente participe plenamente en la toma de las grandes decisiones políticas a través de referéndums. En definitiva, que nos devuelvan la dignidad y el poder que el pueblo está obligado a tener en una democracia y que nunca debió perder.
Parece imposible desgarrar esta tupida tela de araña tejida por los mercados, las grandes corporaciones, los bancos y los poderes económicos pero recordemos que nada perdura para siempre y que más pronto que tarde este sistema está abocado al fracaso, al igual que lo estuvieron tantos otros. Ese debe ser el propósito sobre el que volquemos nuestras esperanzas, para que nunca llegue el día en que nuestros hijos recriminen a toda esta generación perdida que ni siquiera tratamos de intentarlo.