viernes, 30 de septiembre de 2011

Madres, verdugos y héroes

Ayer, leyendo la contraportada de La Vanguardia -se la recomiendo, es la mejor sección de todo el periódico- se me hizo un nudo en la garganta ante la durísima historia que reflejaba. Reproducía una entrevista realizada a una de las madres de Plaza de Mayo, cuya vida ha sido de película, eso sí, altamente dramática. Su nombre es Esperanza Pérez Labrador, 89 años, nacida en Cuba de padres españoles y emigrada a la Argentina.
En el reducido espacio que alberga una sola página, nos explica la enorme tragedia que golpeó a su familia durante la dictadura argentina, cuando su marido y su hijo fueron asesinados por los militares, mientras Miguel Ángel, su hijo menor, fue secuestrado por las mismas manos ejecutoras y hasta el día de hoy sigue desaparecido, pasando a engrosar esa extensa y siniestra lista de nombres escrita por el horror, la violencia y el fanatismo de un régimen liderado por auténticos psicópatas.
A pesar de los años transcurridos desde entonces, Esperanza, que hace honor a su nombre, mantiene vivo ese sentimiento a pesar de que, como confiesa finalmente tras años de búsqueda, "a estas alturas yo creo que a mi hijo ya me lo mataron". Tanto Esperanza como el resto de madres y abuelas de Plaza de Mayo son un ejemplo de entereza, dignidad, coraje y lucha constante contra el olvido, con el firme objetivo de que tanto los ideólogos como los verdugos de aquella locura paguen por los crímenes cometidos. Tal y como defiende Esperanza, no habrá justicia hasta que no se juzgue y condene a todos ellos, confesando en este punto de la entrevista su máxima admiración por el juez Baltasar Garzón, que reabrió varios procesos contra esos dictadores que vivían en la tranquilidad de un retiro apacible, acusándoles de crímenes contra la Humanidad.
¿Por qué le habeis hecho esto a Garzón en España? -preguntaba incrédula Esperanza en relación a las querellas presentadas por organizaciones de extrema derecha como Manos Limpias o Falange Española de las JONS ante el intento de Garzón de investigar las desapariciones durante la Guerra Civil y que acabaron con la suspensión cautelar de sus funciones como magistrado de la Audiencia Nacional. Seguramente sería difícil explicarle el porqué a alguien que no vive en nuestro país y no sabe de qué somos capaces, pero si tuviera a Esperanza a mi lado le diría que en España se castiga el éxito, se persigue la integridad, se denuncia a aquel que es fiel a sus ideales y muere por ellos, se margina la búsqueda de la verdad o la justicia y se hunde a cualquier adversario político por el mero hecho de serlo. Sólo así se entiende que en un país azotado durante 40 años por una dictadura gris e implacable hasta su último aliento, absolutamente nadie tras tantos años de democracia silenciada haya sido capaz de devolverle la dignidad a los vencidos -muchos de ellos continuan abandonados en cunetas- amparándonos en una transición supuestamente reconciliadora entre los vencidos sin voz y los vencedores herederos del poder, y excusándonos en el hecho de no remover más el pasado.
Ni siquiera un juez estrella como Garzón pudo ser profeta en su tierra, sin embargo tuvo la oportunidad y la valentía de llevar a cabo esa justicia que no le dejaron aplicar en España a los paises latinoamericanos que sufrieron la barbarie de una clase política y militar enfermiza. En paises como Argentina o Chile, Baltasar Garzón es hoy en día un referente de la libertad y la lucha contra el totalitarismo y el genocidio. Mientras tanto aquí, al otro lado del Atlántico, en este país que acostumbra a dar clases gratuitas de democracia sin aplicarse el cuento, Baltasar Garzón es un perseguido al que entre unos y otros han echado a patadas. Supongo que en el fondo hizo bien marchándose a la Corte Penal Internacional de La Haya, cuanto más lejos mejor de este antiguo pedazo de tierra que no cambiará nunca.
Esperanza decía que daría su vida para que Baltasar Garzón volviese a ser juez. Ante ese acto de amor y gratitud hacia alguien que ha defendido la justicia frente al terror y dado voz a los olvidados, ¿qué más se puede añadir?

domingo, 18 de septiembre de 2011

Gracias por la oscuridad

Les aseguro que no era mi intención. Cuando el maldito despertador me arrancó de las sábanas a las siete de la mañana del pasado jueves, les juro por lo más sagrado que no tenía ni la más remota idea de que aquella misma tarde acabaría paseando por las entrañas de un edificio coronado por alambres retorcidos y una enorme malla metálica repleta de hierros que representaba un calcetín. Sí, como habrán adivinado estuve en la Fundación Tàpies, pero déjenme que empiece por el principio.
Curiosamente, aquel caluroso día de Septiembre fue el último de la estival estancia en Barcelona del padre de una amiga. Su nombre es Hebert y para más señas es uruguayo, escultor y uno de los tipos más divertidos que me he echado a la cara. Para celebrar una despedida en condiciones nos fuimos a comer el susodicho, su hija, el novio de ésta -que a la vez es amigo y tocayo- mi compañera y yo. Cinco sombras errantes bajo un sol de justicia que tras llenar el estómago se encaminaron calle arriba, a través de la Rambla de Cataluña, esquivando guiris, gitanas pedigüeñas y ciclistas inconscientes que invadían las aceras. Barcelona en estado puro.
El caso es que nuestro destino era la calle Aragón y más específicamente la Fundación Tàpies, en la que Hebert estaba interesado después de que un amigo le insistiera en la genialidad del artista catalán, la cual yo puse inmediatamente en duda. A pesar de mi advertencia entramos en el recinto mientras tres inteligentes desertores abandonaban aquella idea, refugiándose en la comodidad de una terraza en la que nos esperaron plácidamente con una taza de humeante café entre las manos.
El primer contacto con la chica que vendía las entradas ya no auguraba nada bueno. Después de explicarnos que se estaba celebrando un concierto en el interior de la sala principal y debido a ello la luz era escasa, nos vendió dos entradas a un precio reducido por la molestia de no poder disfrutar en todo su esplendor de aquellas obras maestras. Resignados -ya que estábamos ahí- decidimos entrar, Hebert expectante y yo dispuesto a cambiar mi concepción sobre el curioso arte de Tàpies. Veinte minutos después salimos a la calle con la sensación de haber perdido un tiempo precioso aunque agradecidos, eso sí, a la oscuridad que disimuló nuestras caras de estupefacción. En un brevísimo intérvalo de tiempo, la expectación de Hebert se había convertido en indignación y mi buena disposición en una sólida reafirmación en la idea de que aquello que habíamos contemplado se parecía a cualquier cosa menos al arte.
Dos trozos de madera enzarzados en una red metálica, una vieja persiana en la cual aparecía incrustado un violín con sólo dos cuerdas, bloques de cemento numerados y apilados unos sobre otros, por no hablar de las obras pictóricas -realizadas sobre madera e incluso sobre un trozo de manta roída- en las que el elemento común en la mayoría de ellas era la aparición de grandes X sobre fondos monocromáticos.
Nuestros comentarios se camuflaban entre la música estridente e innovadora que nacía de una flauta travesera -ni el concierto se salvaba, oigan- llegando a dos inevitables conclusiones: que hay gente en la vida que le echa mucha jeta al asunto y que la falta de talento no es hoy en día ningún obstáculo para llegar a triunfar en alguna de las disciplinas artísticas existentes. Sólo basta con tener buenos contactos, hacerte un nombre y que el boca-oído haga el resto. A partir de ahí, cualquier tipo con dinero y mal gusto será capaz de pagar un precio desorbitado por la primera estupidez que se le pase por la cabeza crear al excéntrico artista de turno. Imaginen lo estimulante que debe ser invitar a cenar a unos amigos en tu humilde morada de mil metros cuadrados con piscina olímpica y enseñarles el último Tàpies adquirido en Nueva York. Le debe llenar a uno de orgullo y satisfacción, como dice el rey en sus discursos.
Reconozco que no poseo conocimientos extraordinarios sobre arte pero hay una cosa que sí tengo: ojos en la cara, y mientras cualquier obra de un artista reconocido pueda llegar a realizarla mi sobrina de tres años con la misma exactitud, jamás llegaré a considerar aquello como arte, por muy exquisitos que se pongan los autores, los galeristas, los directores de museos o los ministros de educación, muchos de los cuales no tienen los estudios necesarios para desempeñar con éxito su labor ni saben hacer la O con un vaso.
Al menos, algo bueno ha salido de todo esto. Una promesa. La que le hice a Hebert de ir juntos algún día al Museo del Prado y allí sí, por fín, disfrutar como dos gorrinos en un charco.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Conversaciones paralelas

Hay conversaciones que le dejan a uno patidifuá o anonadado, como diría aquella estrella de antaño que hizo su última aparición en un videoclip de Fangoria. Precisamente hace unos días fui testigo de una de esas conversaciones, protagonizada por dos chicas que no tendrían más de veinte años. Una de ellas le explicaba a la otra, compungida, un hecho acaecido la noche anterior ante el cual no había podido contener las lágrimas. Imagino que estarán ustedes pensando en un drama familiar, una defunción, un accidente o simplemente mal de amores. Craso error. El fatídico episodio que provocó el vertido lacrimal sobre las mejillas de la inocente joven no fue otro que el fallo mecánico de su teléfono personal. Vamos, que se le estropeó el móvil. Las palabras textuales con las que expresó sus sentimientos a flor de piel fueron: "Jo, tía, lloré y todo".
Ante tal ejemplo de sinceridad para con su amiga, yo, que he contemplado innumerables escenas surrealistas a bordo de un tren, no pude hacer otra cosa que tratar de reprimir la carcajada que estuvo a punto de brotar, incontenible frente a aquellas palabras pronunciadas desde el desgarro más profundo. Si el tema no fuera tan triste, les juro que me reiría incluso acompañando esas sonoras risotadas con suspiros y dolores abdominales, pero ciertamente, el tema además de triste es preocupante.
Varios interrogantes me asaltaron entonces debido al panorama que se cernía ante mis ojos. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Cómo es posible que una minúscula máquina pueda crearnos tal dependencia? ¿Se ha convertido el móvil en el hilo conductor de las relaciones humanas? ¿Qué sería de nosotros hoy en día sin la tecnología?
Esta última cuestión es la clave para comprender en qué nos hemos convertido y en lo que se convertirán en mayor medida las generaciones venideras: en inútiles incapaces de sobrevivir sin las comodidades que nos brinda nuestra sociedad del bienestar.
No es mi intención ponerme tremendista, ni apocalíptico, ni ser pájaro de mal agüero, pero pónganse ustedes en lo peor. Una catástrofe nuclear a gran escala, un meteorito caprichoso que en su trayectoria impacta sobre nuestro planeta, una desviación severa del eje terrestre con fatídicas consecuencias. Imaginen el percal. Abrir el grifo y que no mane ni una gota de agua, apretar el interruptor de la luz y continuar en la más absoluta oscuridad, realizar nuestras necesidades fisiológicas y que éstas no desaparezcan por las cañerías al empujar un circular botón metálico, no tener frigorífico para refrigerar los alimentos ni microondas para calentarlos, estar desinformados de lo que ocurre a tan solo diez kilómetros de distancia al no disponer de radio, ni televisión, ni internet, ni teléfono para comunicarnos con nuestros seres queridos, no contar con calefacción para protegernos del frío ni con aire acondicionado para sofocar el calor.
Ante esa hipotética catástrofe, ¿cómo reaccionaría la humanidad? Sin duda, nos veríamos obligados a adaptarnos al nuevo medio y aprender a sobrevivir con lo que únicamente nos brinda la naturaleza a la que saqueamos y violamos indiscriminadamente desde hace décadas. Sobrevivir. Ése es el término que hemos escondido en lo más recóndito de nuestra memoria colectiva y cuyo real significado alteramos diariamente con demasiada ligereza.
En fín, sólo espero no estar presente en este mundo cuando todo se vaya al carajo y el ser humano se reencuentre consigo mismo, con lo que siempre fue desde el principio de los tiempos, con su instinto más arcaico y primitivo. Y lo mismo le deseo de corazón a esa chica que una tarde, en un tren de cercanías, lloró por su difunto móvil. Porque ella sí que no lo podría soportar.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que nunca se fueron

Hoy los he vuelto a ver y lo cierto es que siguen como siempre, instalados en el lugar del que nunca se fueron. Continuan llevando sus caros y elegantes trajes, sus camisas italianas impolutas, sus corbatas de impecable nudo, sus rayban y sus depredadoras sonrisas, seguros de sí mismos y dispuestos a vender hasta a la madre que los parió por un buen porcentaje. Suelen ser tipos listos, con estudios -eso sí, más de uno inventado en el currículum- ubicados en un amplio abanico que abarca desde especuladores, brokers o directivos de grandes empresas con bonus estratosféricos hasta piltrafillas y lameculos cuyo único mérito en la vida ha sido estar en el lugar adecuado en el momento preciso.
Éste del que les hablo era un grupo de seis o siete hombres, tirando a cincuentones. Mirada altiva, manos en los bolsillos y paso firme. Parecían comerse el mundo a bocados, conscientes como son de su posición y su poder en esta sociedad de consumo y sabedores de que tienen la sartén por el mango y cuerda para rato. Son tiburones, predadores, supervivientes de un sistema creado precisamente por ellos, por los poderosos que al igual que la banca en un casino, nunca pierden. Cuando inventaron todo este tinglado no dejaron nada a la improvisación, por mucho que lo parezca: los beneficios son privados y las pérdidas públicas. Jaque mate y fin de la partida.
Fue entonces, al observar a aquellos tipos andar por la vida con la impunidad de diplomáticos, cuando me pregunté de qué han servido estos últimos años de crisis financiera, hundimiento de las bolsas, rescate de los bancos, desconfianza en los mercados y un largo etcétera de daños colaterales. La respuesta me resultó dolorosa a la vez que clara como el agua. Han servido para afianzar un sistema pervertido desde su nacimiento, basado en la codicia y el consumo indiscriminado, a costa de dilapidar las libertades y los derechos de esos mismos ciudadanos que tanto abrazaron al propio sistema mientras les era favorable, como un espejismo que finalmente se ha esfumado ante sus ojos.
Los dueños del cotarro siguen en su torre de cristal manejando los hilos de nuestros destinos, mientras los demás mortales deberemos enfrentarnos a la nueva esclavitud del siglo XXI, basada en la precariedad laboral, salarios irrisorios y recortes en los servicios más básicos, pilares de cualquier sociedad desarrollada, como son la educación y la sanidad.
Lo que parecía ser el fin de un sistema capitalista agotado y con fisuras hasta ahora inéditas en su línea de flotación, va camino de convertirse en el inicio de una nueva era, en una mutación del propio sistema en un neocapitalismo pseudo-feudal en el que, si una revolución popular no lo impide, acabaremos aprobando por decreto las jornadas de catorce horas laborables, la educación y la sanidad dejarán de ser "gratuitas", e incluso no descartaría la implantación -seis siglos después- del derecho de pernada.
Pensándolo bien, dejaré de dar ideas porque esta gente es capaz de cualquier cosa.