miércoles, 1 de junio de 2011

Indignados e indignos

Se han cumplido ya dos semanas desde aquel 15 de Mayo en que los jóvenes de este país -y los no tan jóvenes- se echaron a la calle, primero en la Puerta del Sol de Madrid y posteriormente en todas las plazas de España. Con el paso de los días aquel chispazo de rebeldía se ha convertido en un movimiento amplio y heterogeneo que ha traspasado fronteras, despertando al fin las conciencias tras un letargo de años vividos entre espejismos creados por este sistema que ya no esconde sus miserias.
Pero transcurrido este tiempo, la pregunta que cabe hacerse es, ¿y ahora qué? ¿Qué camino hay que seguir para que esta explosión de indignación no se quede en un romántico intento que pudo ser y no fue?
El primer paso debería concretarse en la creación de un decálogo de propuestas reales que se conviertan en los objetivos primordiales de este movimiento. Ese debe ser el faro que nos guíe y la luz hacia la que dirigirse. Por otra parte, a través de votaciones en las diversas asambleas deberían nombrarse representantes que se convertirían en nuestras voces y a través de ellos llevar a cabo la presentación de las propuestas públicamente y la reunión con el conjunto de las fuerzas políticas para exigirles un cambio de rumbo en esta ficticia democracia en la que nadie nos consulta más que una vez cada cuatro años.
Todo ello, acompañado por grandes manifestaciones convocadas semanalmente con el fin de crear esa presión necesaria para conseguir esos objetivos que no son otros que una democracia real y un futuro con un mínimo de esperanza. No es una utopía, sino un deseo que con perseverancia e ilusión se podría convertir en una realidad.
La sociedad española, que tan poco representada se siente por una clase política que únicamente vela por sus propios intereses, exige con fuerza y sin miedo que el trabajo no sea un privilegio al alcance de cada vez menos gente, que los salarios de un gran porcentaje de la población dejen de ser vergonzosos, que las medidas sociales se impongan sobre los intereses económicos, que los bancos no tengan beneficios privados y pérdidas públicas, que la ley electoral sea justamente revisada, que los políticos tengan una formación acorde con sus responsabilidades, que ninguno de ellos pueda optar a un cargo público estando imputado, que la corrupción sea duramente castigada y no encubierta por una espesa cortina de humo entre colegas de partido, que la gente participe plenamente en la toma de las grandes decisiones políticas a través de referéndums. En definitiva, que nos devuelvan la dignidad y el poder que el pueblo está obligado a tener en una democracia y que nunca debió perder.
Parece imposible desgarrar esta tupida tela de araña tejida por los mercados, las grandes corporaciones, los bancos y los poderes económicos pero recordemos que nada perdura para siempre y que más pronto que tarde este sistema está abocado al fracaso, al igual que lo estuvieron tantos otros. Ese debe ser el propósito sobre el que volquemos nuestras esperanzas, para que nunca llegue el día en que nuestros hijos recriminen a toda esta generación perdida que ni siquiera tratamos de intentarlo.

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