domingo, 30 de enero de 2011

Benditas batallitas

Una conversación escuchada fugazmente puede dar lugar a muchos pensamientos e imágenes almacenadas en los recovecos de la memoria. Me ocurrió el pasado viernes cuando tres ancianos que viajaban junto a mí en el tranvía evocaban recuerdos de juventud. Uno de ellos -tras pasar la calle Marina con destino a Glorias- recordaba cómo allí antes no había más que barracas y que la casa de sus padres se hallaba unas calles más arriba. Reían imaginándose entre esas tierras que un día les vieron correr o andar en bicicleta junto a los amigos, supongo que muchos de ellos ya ausentes.
Bajaron en la siguiente parada y yo me quedé con ganas de seguir observándoles e incluso poder preguntarles cómo era la vida en esos tiempos, qué queda de aquella Barcelona de posguerra tan lejana a nuestros ojos y cuánto darían por volver a caminar entre las barracas de esos terrenos que actualmente albergan el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña.
Hoy en día vivimos a tal velocidad que no pensamos en detenernos un instante y echar la vista al pasado. Hemos perdido la curiosidad por saber cómo vivían nuestros mayores y no nos damos cuenta de que cuando perdemos a uno de ellos, perdemos también una parte de nuestra historia. Preferimos ir a lo nuestro, creyéndonos sabedores de todo y sintiéndonos inmortales, sin prestar atención al hecho de que por donde hoy pasamos nosotros, ayer lo hicieron muchos otros que podrían enseñarnos con su experiencia.
Personalmente, ya no tengo abuelos a los que escuchar y si de algo me arrepiento es de no haberlo hecho con más frecuencia. A pesar de que contaran la misma anécdota cien veces y yo atendiera a las cien como si fuera la primera, me gustaría encontrarlos ahora, con la madurez que dan los años y oir sus historias jamás contadas de aquellos tiempos tan difíciles de guerra, hambre y miseria. Disfrutaría manteniendo una conversación de tú a tú con todos ellos, escuchando sus pensamientos y conociendo sus opiniones, que seguramente serían ideológicamente opuestas a las mías.
A mi abuelo Ramón -del que no mantengo ningún recuerdo ya que falleció siendo yo muy niño- le preguntaría sobre sus experiencias y aprendizajes durante los años en que emigró a Suiza. A mi abuela Consuelo le rogaría que me explicara anécdotas de aquella época en la que cantaba tangos. A mi abuelo Esteban le pediría que me contara historias de cada uno de los lugares en los que fue destinado siendo Guardia Civil. Y a mi abuela Isabel -con la que tuve más contacto ya que fue la última en marcharse- le acribillaría a preguntas sobre su niñez en aquel pequeño pueblo de la provincia de Toledo dónde pasamos tantos veranos.
Lamentablemente, ya no tengo la posibilidad de hacerlo pero hay mucha gente que sí la tiene y no es consciente de ese privilegio que todavía le permite aprovechar la memoria que perdura en sus mayores para empaparse de historia viva, para conocer el camino que nos ha llevado a ser como somos, para comprobar que detrás de ese viejo que camina con dificultad y a veces pronuncia palabras ininteligibles, todavía late un corazón joven que se estremece y apasiona al recordar los años en que se ponía el mundo por montera y se comía la vida a cucharadas.
Nada nos diferencia, tan sólo la experiencia y la sabiduría con las que el tiempo premia nuestro bagaje en la vida. Porque todos aquellos que un día fueron jóvenes y ya ni se reconocen en el espejo, mantienen encendida -aunque sea levemente- la llama de un pasado que huele a euforia, rebeldía y juventud. Por tanto, no permitan que la llama de nuestros abuelos se apague jamás y escuchen sus historias de amor y sufrimiento, de rabia, dolor y pasión. Sientan como suyas las anécdotas que son el legado oral de una generación y nunca olviden sus batallitas. Benditas batallitas.

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