martes, 11 de enero de 2011

Correspondencia agresiva

No puedo creer que haya gente tan cansina, oigan. Unos plastas, pero con todas las letras y para que me entiendan les pondré en antecedentes.
Hace unos meses, mi pareja y yo hicimos una compra cuyo pago domiciliamos y cumplimos religiosamente. Pues resulta ser que ese pago lo realizamos a través de un banco -del que no había oído hablar en la vida- llamado Cetelen. He aquí, los cansinos.
Dicho grupo bancario no para de enviarme cartas publicitarias e incluso en uno de sus últimos envíos recibí una tarjeta de crédito dorada con mi reluciente nombre inscrito que convenientemente corté con unas tijeras y lancé al cubo de la basura. No se dieron por vencidos, a pesar de no recibir noticia alguna por mi parte, y la pasada semana apareció una nueva carta en mi buzón, que ya las recibe con agrado y camaradería, hombre, tú otra vez por aquí, me pareció escuchar al introducir la llave en su pequeña cerradura.
Cómo no, un nuevo sobre de esta gente entre mis manos que estuve a punto de destripar con los ojos inyectados en sangre. Sin embargo, a pesar de la ira, contuve mis impulsos y procedí a abrirlo contando hasta diez. En su interior, un papel me indicaba el número secreto de la tarjeta de crédito que rompí la pasada semana.
No puede ser, me dije. Me abalancé sobre el teléfono y llamé al número que aparecía en la parte inferior de la misiva. Una voz enlatada me tuvo cinco minutos al aparato tecleando el número de mi documento de identidad, pulsando el uno para cancelar un servicio, el cuatro para hablar con alguno de nuestros operadores y el ocho para cagarme en San Pedro bendito. Después de un tiempo dándole a las teclas, conseguí que me atendiera una mujer con voz de tomarse varios carajillos mañaneros y fumarse los Ducados a pares. Los tres siguientes minutos los desperdicié respondiendo cuestiones como mi nombre, dirección, teléfono, población, código postal -según la amiga por seguridad, no fuera a ser que alguien estuviera aburrido en su casa y se hiciera pasar por mí- y si me descuido le acabo diciendo la talla de calzoncillos.
Tras informar a la menda que no quería tarjetas, ya que no tengo ninguna cuenta en su banco ni intención de tenerla, que no quería ningún crédito de 2.000 euros y que no quería más publicidad en mi buzón, colgué el teléfono satisfecho y convencido de que el mensaje había sido claro a la par que conciso y que mi interlocutora lo había entendido sin ningún género de dudas. Ay, inocente de mí, cuántas cosas me quedan por aprender del marketing agresivo.
Hoy, a las doce y media de la mañana, ha sonado el teléfono de mi oficina -el fijo, no mi móvil particular- y al oir a un tipo con acento mejicano llamado Julio diciéndome que llamaba de Cetelen, les juro que casi me caigo de la silla. Les aseguro que no sé cómo han conseguido el teléfono de mi trabajo pero hay que reconocer que son unos profesionales. Hurgan y escarban como sabuesos hasta dar con su objetivo. Son como esos típicos tíos que ligan por desgaste, adormeciendo a su presa.
Julio, le dije, no me interesa un carajo lo que tengas pensado ofrecerme -a pesar de mis esfuerzos me acabó soltando que llamaba por la promoción de un seguro- y ya le dije a tu compañera el otro día que no quiero que me llaméis más. Parece que Julio se ofendió y tras dedicarme unos distantes buenos días, colgó apresuradamente.
Ya sé, no me crean tan ingenuo. Sé que no eran unos buenos días sino un hasta luego. Sé que si no es él, habrán otros muchos Julios dispuestos a llamar insistentemente por teléfono para cualquier gilipollez hasta hacerte perder la paciencia y llegar a mentarle a la madre. Sé que el negocio es el negocio y que la gente tiene que trabajar.
Sólo espero la próxima llamada para decirle a Julio que no me guarde rencor, que no es nada personal, pero que no me toquen más los cojones.

1 comentario:

  1. Doy fe que son así porqué a mi todavía me llegan también cartas des de que compre la tele hace 4 años.

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