miércoles, 17 de noviembre de 2010

Más arte y menos jeta

¿Qué es el arte? No es morirte de frío, no, como decía aquel chiste malo, sino que se trata de un concepto complejo, subjetivo, ilimitado, irreal, abstracto en ocasiones, que en muchos casos roza la desvergüenza y la tomadura de pelo, tanto en lo referente a la supuesta obra en sí como al precio que se paga por ella en subastas de todo el mundo.
Saco el tema a colación de la venta en los últimos días de cuatro cuadros que han alcanzado cifras millonarias, estratosféricas según mi opinión, teniendo en cuenta la calidad artística de los mismos, firmados por Andy Warhol -tres de ellos- y Roy Lichtenstein. Pero ya saben lo que dicen, hazte fama y échate a dormir.
Warhol fue el auténtico triunfador -si levantara la cabeza y viera el panorama- con la venta de una de sus archifamosas latas de Sopa Campbell por 15 millones de euros, La botella de Coca-Cola -sí, una simple botella de la chispa de la vida, sin más- por 25 millones de euros, y la bomba de la jornada, su Men in her life -composición en blanco y negro sobre Elisabeth Taylor y los hombres más importantes de su vida- por el módico precio de 45 millones de euros. Ya ven, me los quitan de las manos, payo.
Con estos números, el gran valuarte del Pop Art plástico entró por la puerta grande en el olimpo de los superventas postmortem, alcanzando un caché a la altura de maestros como Matisse, Monet o Picasso. La otra gran adquisición fue la obra de Roy Lichtenstein Ohhh Alright, que alcanzó la nada despreciable cifra de 27,5 millones de euros en Christie's, Nueva York.
Dos autores que -dicho sea de paso y a pesar de la pasta desembolsada- nunca he considerado como grandes genios, sino como simples innovadores de la ilustración. Warhol no deja de ser un gran ilustrador que supo aprovechar sus estrechas relaciones con artistas, intelectuales y demás celebridades del Hollywood de la época, mientras que Roy Lichtenstein pasa por ser conocido básicamente por sus interpretaciones artísticas sobre el mundo del cómic.
Sinceramente, el pago de ese pastizal por una lata de sopa, una botella de refresco o una pava de cómic hablando por teléfono, me parece un timo del que mucha gente participa y se lucra, pero donde la cosa ya se vuelve un putiferio sin sentido es en el arte contemporaneo que vive en la frontera entre ese supuesto arte que tantos aplauden y la imbecilidad más absoluta.
Cuatro gilipollas que no han pegado un palo al agua en su vida y que viven del cuento, intentan hacernos comprender -simples mortales incultos como somos- el mensaje que encierra su cuadro en blanco, la soledad de un minúsculo punto pintado en la pared o una mierda dentro de un bote de cristal. Y el público mientras tanto, babea y aplaude cualquier bazofia que le pongan delante, no vaya a ser que les tilden de poco entendidos en arte, de incultos o de tontos del haba. Mientras haya gente dispuesta a pagar esas cifras por obras que podría realizar cualquiera de mis sobrinos -eso sí, firmado por fulano o mengano, para presumir delante de sus amigos snobs- seguirá existiendo esta élite timadora que no trabaja precisamente -adviertan el ingenioso juego de palabras- por amor al arte.
En relación al tema que hoy he sacado a relucir, recuerdo una anécdota sucedida en el año 2003, en el museo Guggenheim de Bilbao. Dos tipos con mucho morro y mucha guasa, aprovechando un descuido de los miembros de seguridad, colgaron con velcro en una de las salas del museo un cuadro realizado por ellos. La obra tenía por nombre Torbellino de amor y mostraba un corazón fúcsia vuelto del revés, del cual brotaba una espiral que rodeaba el elemento central palpitante. Lo pueden ver en internet y les aseguro que no tiene desperdicio. Pues bien, desde el momento en que se ejecutó la broma hasta que algún segurata le preguntó a su compañero: Oye Patxi, ¿ese cuadro estaba ahí antes?, pasaron cuatro horas, durante las cuales me imagino que la peña comentaría la fuerza del trazo, la expresión de los colores, la simbología de la espiral y el claro mensaje de amor a los más desfavorecidos que expresaba el corazón boca abajo.
Y ahora no me digan ustedes que cualquiera no puede ser artista. El problema es que si así fuera, los cuatro listos no podrían repartirse ese pastel tan goloso llamado arte y llevárselo crudo. A eso le llamo yo tener más cara que espalda. Y a vivir que son dos días.
Desde luego, qué arte tienen algunos, pero sería preferible que tuvieran un poco más de arte y menos jeta.

1 comentario:

  1. Yo quisiera hacer un añadido. La pedantería no es un problema actual. En la década de los 70, un conocido etólogo alemán, el profesor Vitus B. Dröscher hizo una exposición de pintura avalando con su nombre a la joven promesa de la nueva pintura alemana, según la información que figuraba en el catálogo de la propia galería de arte. A la exposición acudió la crema y nata de la sociedad pictórica teutona que se deshicieron en elogios hacia el pintor. Solamente tuvo una crítica negativa. La de un psiquiatra que, al ser preguntado, dijo que le parecía el trabajo de un esquizofrénico. Al finalizar el acto, el profesor Dröscher dijo que iba a presentar al artista a sus invitados. Entró en una sala aneja a la exposición y volvió a salir de ella acompañado de un sonriente chimpancé vestido con bata de pintor, una simpática gorrita y llevando en sus manos una paleta y pinceles. El autor contó la anécdota en uno de sus libros, creo que “Sobrevivir” y afirmó que muchas de las personas que fueron invitadas al acto no volvieron a dirigirle la palabra.
    En fin, las cosas no siempre han sido así. Sin el permiso de don Blogmaster pego a continuación un cuentín de creación propia que espero les guste.
    Generación incomprendida.
    Terminó de pulir su última obra. Había estado trabajando en ella desde el verano pasado. Primero fue la selección del material en que sería creada. Sería el granito lo más adecuado. Ahora, tras varios meses de tallado incesante el trabajo había terminado. La voz del abuelo interrumpió sus pensamientos: “Así nunca llegarás a nada. Y es que los jóvenes de ahora no tenéis los arrestos que teníamos nosotros. ¡Mírale ahí perdiendo el tiempo! ¡Trabajando tendrías que estar!”. Él se encogió de hombros, estaba acostumbrado a este tipo de reproches que no comprendían su espíritu creativo. En ese momento vio a su padre aparecer por la boca de la caverna. Hubo de reconocer que su presencia resultaba imponente vestido con esa elegante piel de oso pardo, llevando una moderna hacha de sílex en su mano derecha mientras cargaba al hombro un venado muerto. “¿Y eso, para qué sirve?”, preguntó el recién llegado, con un inequívoco tono de enfado, mientras señalaba la escultura. Para nada, no sirve para nada – contestó el aludido – . Es mi última obra, la llamo rueda.

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