jueves, 11 de noviembre de 2010

La última Coca-Cola del desierto

Qué lecciones nos da la vida a veces, hay que ver. El pasado lunes, después de otro interminable trayecto en un tren de cercanías de nuestra querida y nunca lo suficientemente amada RENFE -apretados los viajeros como sardinas en lata, y claro está, con ese olor a humanidad flotando en el ambiente- por fin llegué a mi destino.
Volvía tarde del trabajo, cansado, de muy mala leche, con dolor de cabeza y para más inri, al abandonar el traqueteo del vagón y tomar tierra, se puso a llover. Como adivinarán, no llevaba paraguas. Llegué hasta los tornos que permiten la salida de la estación y cuando abordé la calle, blasfemando en arameo y ciscándome en San Pedro bendito, los vi. Fui merecedor de esa señal divina y sin más argumentos recibí una dosis de realidad, una verdadera cura de humildad ante mis lamentos gratuitos.
Allí estaban, en un carril de carga y descarga, dos hombres ya entrados en años, cambiando una de las ruedas delanteras de su vehículo que acababan de pinchar. Empapados y en cuclillas, trataban de apretar las tuercas de la rueda provisional ya insertada, mientras la gente corría a su alrededor tratando de guarecerse de la lluvia. Y ahí me dije: chaval, siempre habrá alguien en una situación más jodida que la tuya.
Un hecho tan trivial y simple como éste es capaz de abrirle los ojos a uno -siempre que tenga predisposición a hacerlo- en un mundo donde triunfa el individualismo y la falta de empatía. El yo por encima de todo y el porqué me tiene que pasar esto a mí.
Ahora tracen un paralelismo entre esta historia personal y el conjunto de las relaciones internacionales existentes en este siglo que promete ser tremendo. Échenle un ojo a nuestro país y a esta vieja Europa que se sobresalta con sus problemas cotidianos, y apliquémonos el cuento. Nos enfrentamos a una de las peores crisis económicas que se recuerdan, al paro o al terrorismo, por citar algunos de los males de nuestra sociedad. Problemas que nos tocan de lejos en algunos casos o sufrimos en carne propia en otros, pero problemas al fin y al cabo, que conviven con una vida tranquila y con las máximas comodidades que nos ofrece el sagrado estado del bienestar. Nos hemos vuelto tan desconocedores y esquivos al dolor y a la necesidad que no podríamos soportar un abrupto despertar de este sueño abocado al fracaso.
Nos creemos el ombligo del mundo, la última Coca-Cola del desierto. Autoproclamamos con estupor lo dura que se ha vuelto la vida últimamente en nuestra burbuja prefabricada y hacemos una montaña de un grano de arena pasajero, creyendo que no hay peor suerte que la nuestra, olvidando que en el resto del planeta hay gente que sufre de una forma inimaginable y ni siquiera sabe si llegará a ver la luz del próximo amanecer por el mero hecho de haber nacido en el lugar equivocado, en ese tercer mundo que no es más que otro término creado por los mismos hijos de puta de siempre para etiquetar económicamente a los pueblos.
Pero llegará el día en que la balanza no resista por más tiempo el peso de las desigualdades y ese mal llamado tercer mundo que tan lejano parece y tan poco nos importa, se levantará ante la injusticia y nos reventará el culo, mientras nos preguntaremos absortos el porqué de tanta barbarie. Y entonces le echaremos la culpa a los invasores que tan sólo demandan lo que durante tanto tiempo se les ha denegado y les pertenece, a los gobiernos que vivían en la inopia o al sistema que ha creado esta inmensa bola de nieve que se cierne sobre nuestro mundo globalizado, mientras nosotros, cómplices de todo ello, mirábamos hacia otro lado.

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