miércoles, 1 de diciembre de 2010

Esos locos bajitos

Hay días que lo reconfortan a uno con el ser humano. Días en los que el sol vuelve a brillar, y un rayo de luz y de esperanza te ilumina el rostro, devolviéndote el calor perdido en tantas noches frías y grises.
Me ocurrió la pasada semana en el tranvía, ya saben, mi segundo hogar. No llevaba ni dos minutos sentado en mi butaca cuando vi, a lo lejos, a un numeroso grupo de niños que permanecían plantados en el andén junto a dos profesoras, a la espera de realizar un abordaje sin prisioneros, tal y como me dicta la experiencia. El tranvía se detuvo en su parada –de nada sirvieron mis súplicas al destino cruel- y al ver entrar a esa marabunta, pensé: chaval, date por jodido. Imaginé sus gritos al unísono como borregos, sus peleas por conseguir un asiento, sus pataditas en mis espinillas cada vez que el artefacto infernal virara en su trayecto a izquierda y derecha. Me temía lo peor, pero ya ven, como decía Rubén Blades, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios, y reconozco que aquella pandilla de enanos me tapó la boca –más bien el pensamiento- y tuve que tragarme mis palabras, por otra parte jamás pronunciadas.
Los chavales no tendrían más de ocho o nueve años y al entrar en el vagón nos sorprendieron a todos los presentes, dedicándonos unos Buenos Días que me hicieron saltar del asiento como un resorte. Esperaba con temor que en cualquier momento, alguno de los niños sacara una guitarra y se pusiera a cantar o vociferara que no tiene trabajo, unas moneditas, por favor. En todos los años que llevo viajando en transporte público, les juro porque se mueran ustedes ahora mismo, que no recuerdo una sola vez en la que alguien me diera los buenos días de manera gratuita, sin esperar a cambio nada más que ese idéntico deseo por mi parte. Manda cojones que tengan que ser estos mocosos los que nos den lecciones de educación. Pero ahí no queda la cosa.
Sin salir todavía de mi asombro inicial, comprobé cómo se hacían lugar unos a otros para que el mayor número posible de ellos pudieran ir sentados, cómo se trataban con cariño y se gastaban bromas entre sí, o cómo se llamaban la atención –reconozco que en este ámbito el sexo femenino tomó la voz cantante- cuando alguno alzaba el tono de voz más de la cuenta.
A pesar de que el excelente comportamiento era común en todos ellos, no crean ustedes que soy capaz de definir, a bote pronto, un modelo del grupo en cuestión ya que se trataba de un conjunto heterogéneo, formado por rubios y morenos, niños y niñas, blancos y negros, castellano y catalanoparlantes. Les garantizo que eran el puro reflejo de nuestra sociedad pluricultural, aunque con un pequeño detalle discrepante: la falta de educación y la estupidez que tanto abunda en esta sociedad individualista, brillaba por su ausencia en estos chicos.
Me hubiera gustado acompañarles hasta su destino final, ya que no podía dejar de observarlos –me sentí por un momento como uno de esos reporteros del National Geographic- pero debía bajarme en la siguiente parada. Al abandonar el tranvía, los chicos se despidieron de mí, e incluso, cuando abordé la acera y el vagón echó a correr Diagonal abajo sobre esos raíles invadidos por la hierba, algunos de ellos me hicieron un último saludo, gesto que correspondí con mi mano alzada al viento y con una sincera sonrisa de admiración.
Durante mi paseo hacia el trabajo seguí dándole vueltas al asunto hasta llegar a preguntarme si todo había sido un sueño o quizás ese tranvía fuera un prototipo de máquina del tiempo creado por el Ayuntamiento de Barcelona y esos niños eran de otra época en la que se tenía respeto a padres y profesores, se saludaba al entrar y salir de cualquier sitio y se trataba a la gente de usted. Algo que debería ser normal y que se ha convertido en una rara avis que sobrevuela de vez en cuando las alturas de nuestra mala educación colectiva.
La cuestión es que me alegraron el día y me hicieron pensar que no todo está perdido. Quizás cuando crezcan y se hagan adultos serán de ese tipo de personas a las que vale la pena conocer, con las que se podrá mantener una conversación inteligente. Quizás serán capaces de cambiar las cosas y salvar al mundo de su inevitable camino hacia la autodestrucción, dotándolo de justicia y armonía.
O quizás no. Tal vez con el tiempo se convertirán en unos auténticos gilipollas –es lo más probable, no nos engañemos- que continuarán alimentando el egoísmo, la maldad y la codicia que nos caracteriza como especie. Pero la verdad es que durante cinco minutos, en un tranvía de esta bella ciudad, antigua y mediterránea, esos locos bajitos hicieron del mundo un lugar más habitable.

1 comentario:

  1. ¿Una manada de nenes de 9 años todos juntos, callaos y bien educaos? Amos, ande, don Manel. Venga, sea usté bueno y confiese. ¿Qué se había fumao antes de subir al tranvía? No sea roña y comparta que yo también quiero.
    Saludos.
    Chéspir

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