lunes, 18 de febrero de 2013

Tranvía Shore

Una de las cosas que más me enervan en mi rutinario día a día es el hecho de perder el tranvía en las narices y ver cerrarse como un relámpago esa maléfica puerta mientras el conductor ya está deseando volar sobre los metálicos railes hacia su siguiente parada. Ante tal hecho, a uno sólo le queda la opción de sentarse y esperar el próximo tranvía, lo cual conlleva perder diez minutos que en realidad pueden ser aprovechados para leer el periódico o echarle un ojo al correo electrónico a través del teléfono móvil. Sin embargo, personalmente prefiero acogerme a una antigua tradición muy española en general y mediterránea en particular como es la de contemplar a la gente en su tránsito continuo de aquí para allá. ¿O acaso quién no se ha sentado en la terraza de un bar sin otro cometido que el de tomarse una caña viendo pasar la vida? Yo lo confieso y defiendo dicha actividad como excusa para contemplar la heterogeneidad de la sociedad en la que vivimos, para ver en definitiva a gente variopinta que en muchas ocasiones merecería la pena conocer.
El caso que les voy a exponer no entraría dentro de esta categoría pero igualmente comprenderán que desahogue con ustedes los hechos acaecidos. La cuestión es que llevaba ya unos minutos en esa dulce espera, contemplando al personal desde un asiento del andén, cuando se sentaron junto a mí dos jóvenes que no tendrían más de veinte años. Para más señas, se trataba de una chica a la que a partir de ahora llamaremos La Jenny, que venía acompañada de un amigo al que si a ustedes les parece bien llamaremos El Nano.
Desde el primer instante captaron mi atención. Fue un flechazo inmediato que provocó que no tuviera ojos ni oidos para nadie más que ellos. La Jenny llevaba la voz cantante y en su incontinencia verbal, en la que le contaba a El Nano auténticas perlas sobre una amiga común, llegó a soltar más tacos en cinco minutos que yo en todo un mes. Me hipnotizaban sus aspavientos, su tono de voz desmesurado y su lenguaje soez, sin embargo, lo que me enamoró de La Jenny fue aquel repentino giro de cuello que precedió al lanzamiento de un enorme escupitajo del tamaño del pantano de Sau, que salió de aquella boquita como un potro desbocado hacia el asfalto. Todos los presentes, primeramente nos lanzamos miradas de asombro, buscando la reprobación mútua, e instante seguido acabamos buscando los ojos de La Jenny, para en el fondo agradecerle que hubiera evitado acompañar su delicado gesto con el típico gargajo previo que suele revolver el estómago. No hubo tiempo de cruzar nuestras miradas debido a que el siguiente tranvía hizo acto de presencia para impedir ese mágico momento.
Si lo piensan friamente, La Jenny y El Nano eran considerados hace un tiempo como un estereotipo gracioso, incluso entrañable si me lo permiten. Los típicos poligoneros que salían en Callejeros y que te hacían esbozar una sonrisa de incredulidad desde la comodidad del sofá de casa. El problema es que hoy en día aquel personaje atípico se ha convertido en un patético molde cada vez más masivo y recurrente, en una fotocopia de la fotocopia de aquellos que les marcaron el camino.
Uno se rodea en su día a día de amigos, familiares y compañeros de trabajo educados, capaces de desarrollar frases inteligibles y que hacen gala del respeto adecuado hacia sus semejantes, pero al final te das cuenta de que existe otra realidad paralela, muchas veces invisible a nuestros ojos.
La televisión de baja calidad, grosera y chabacana que triunfa en nuestro país no hace más que aumentar el número de fieles a la causa poligonera y macarra con programas como Gandía Shore, Mujeres y Hombres y Viceversa o Gran Hermano, que dan rienda suelta a la creación de personajes cuyo único mérito es ser ordinarios, maleducados, incultos y tener menos luces que un cuarto oscuro. Ése es el modelo a seguir por muchos de nuestros jóvenes que ven en estos formatos televisivos la llave para alcanzar el éxito fácil, aunque éste sea irremediablemente fugaz. Las pretensiones de estos chavales ya no son las de llegar algún día a ser bomberos, periodistas, médicos e incluso futbolistas, sino que lo que más desean en el mundo es ser famosos, una palabra tan desvirtuada en los tiempos que corren que da añoranza recordar su significado original. Cuando yo era pequeño la gente consideraba famosas a aquellas personas conocidas por desarrollar algún tipo de mérito personal o profesional, sin embargo en la televisión actual el máximo mérito para alcanzar la fama es acostarse con cualquier tipejo o tipeja del tres al cuarto para ir a a contarlo el próximo viernes en el Salvame Deluxe y posteriormente ganarse una portada en pelotas en el Interviú.
Quizá estoy siendo muy duro con ellos, con gente como La Jenny y El Nano que lo único que pretenden es ganarse la vida sin hacerle daño a nadie. Quizá no sea nada fácil pertenecer a la llamada Generación Ni-Ni -aquellos que ni estudian ni trabajan- que está abocada al fracaso más estrepitoso al no poseer ni preparación ni experiencia laboral. Quizá la culpa no sea sólo suya por lanzar la toalla y abandonarse a lo que el cruel destino pueda depararles en el futuro, ni de sus padres por no haberles inculcado la filosofía del mérito y el esfuerzo para conseguir las cosas. Quizá es que desde las instituciones no se les da más alternativa que lanzarse al vacío del último cartucho que creen tener ante sus ojos: entrar en Gran Hermano y hacer bolos por las discotecas de moda hasta convertirse en juguetes rotos.
Lo que está claro es que desde el ministerio de educación y desde el ministerio de trabajo no se lo están poniendo nada fácil, ni a La Jenny, ni a El Nano, ni a ningún otro joven de nuestro país. El señor José Ignacio Wert -ministro de educación- con su política de recortes y con el incremento abusivo de las tasas universitarias, lo único que está consiguiendo es dificultar el acceso a la educación hasta convertirla en un privilegio al alcance de tan sólo algunos pocos. Por su lado, la señora Fátima Báñez -ministra de trabajo- con su ineficaz e injusta reforma laboral bajo el brazo y con sus recortes en políticas activas de empleo está llevando al país a un callejón sin salida y a que la tasa de paro juvenil en España haya alcanzado la escandalosa cifra del 57%.
Me pregunto si no será ése su plan. Hacer de gente como La Jenny y El Nano la carne de cañón de este estado del malestar, crear ciudadanos sin educación, manejables a su antojo, que piensen lo justo como para no llegar jamás a alzar la voz contra los que dirigen el cotarro y hacer de las nuevas generaciones robots que consuman mucho y discrepen poco.
Me pregunto si ese maléfico plan contempla también la educación clasista -tan sólo para quien se la pueda pagar- como una criba natural para que la próxima generación que alcance el poder sea la de su clase privilegiada, la de su casta alimentada por el egoísmo, la insolidaridad y la defensa de una carencia de oportunidades para todos.
Lo único que le puedo decir a La Jenny, a El Nano y a todos los jóvenes como ellos es que no se rindan tan pronto, que no bajen los brazos, que no tiren por el camino fácil, que lean y se cultiven, que piensen por ellos mismos, que sean críticos con el poder establecido, que luchen contra aquellos que desde un despacho les dicen lo que pueden y lo que no pueden hacer y que saquen esa mala leche de la que tanto presumen en ocasiones para defender sus derechos y su futuro. En el fondo, todos deberíamos hacerlo porque otro país es posible y así debemos exigírselo a aquellos que nos están llevando a la deriva más oscura y tenebrosa. Ya es hora de decir basta.

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