lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que nunca se fueron

Hoy los he vuelto a ver y lo cierto es que siguen como siempre, instalados en el lugar del que nunca se fueron. Continuan llevando sus caros y elegantes trajes, sus camisas italianas impolutas, sus corbatas de impecable nudo, sus rayban y sus depredadoras sonrisas, seguros de sí mismos y dispuestos a vender hasta a la madre que los parió por un buen porcentaje. Suelen ser tipos listos, con estudios -eso sí, más de uno inventado en el currículum- ubicados en un amplio abanico que abarca desde especuladores, brokers o directivos de grandes empresas con bonus estratosféricos hasta piltrafillas y lameculos cuyo único mérito en la vida ha sido estar en el lugar adecuado en el momento preciso.
Éste del que les hablo era un grupo de seis o siete hombres, tirando a cincuentones. Mirada altiva, manos en los bolsillos y paso firme. Parecían comerse el mundo a bocados, conscientes como son de su posición y su poder en esta sociedad de consumo y sabedores de que tienen la sartén por el mango y cuerda para rato. Son tiburones, predadores, supervivientes de un sistema creado precisamente por ellos, por los poderosos que al igual que la banca en un casino, nunca pierden. Cuando inventaron todo este tinglado no dejaron nada a la improvisación, por mucho que lo parezca: los beneficios son privados y las pérdidas públicas. Jaque mate y fin de la partida.
Fue entonces, al observar a aquellos tipos andar por la vida con la impunidad de diplomáticos, cuando me pregunté de qué han servido estos últimos años de crisis financiera, hundimiento de las bolsas, rescate de los bancos, desconfianza en los mercados y un largo etcétera de daños colaterales. La respuesta me resultó dolorosa a la vez que clara como el agua. Han servido para afianzar un sistema pervertido desde su nacimiento, basado en la codicia y el consumo indiscriminado, a costa de dilapidar las libertades y los derechos de esos mismos ciudadanos que tanto abrazaron al propio sistema mientras les era favorable, como un espejismo que finalmente se ha esfumado ante sus ojos.
Los dueños del cotarro siguen en su torre de cristal manejando los hilos de nuestros destinos, mientras los demás mortales deberemos enfrentarnos a la nueva esclavitud del siglo XXI, basada en la precariedad laboral, salarios irrisorios y recortes en los servicios más básicos, pilares de cualquier sociedad desarrollada, como son la educación y la sanidad.
Lo que parecía ser el fin de un sistema capitalista agotado y con fisuras hasta ahora inéditas en su línea de flotación, va camino de convertirse en el inicio de una nueva era, en una mutación del propio sistema en un neocapitalismo pseudo-feudal en el que, si una revolución popular no lo impide, acabaremos aprobando por decreto las jornadas de catorce horas laborables, la educación y la sanidad dejarán de ser "gratuitas", e incluso no descartaría la implantación -seis siglos después- del derecho de pernada.
Pensándolo bien, dejaré de dar ideas porque esta gente es capaz de cualquier cosa.

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