domingo, 18 de septiembre de 2011

Gracias por la oscuridad

Les aseguro que no era mi intención. Cuando el maldito despertador me arrancó de las sábanas a las siete de la mañana del pasado jueves, les juro por lo más sagrado que no tenía ni la más remota idea de que aquella misma tarde acabaría paseando por las entrañas de un edificio coronado por alambres retorcidos y una enorme malla metálica repleta de hierros que representaba un calcetín. Sí, como habrán adivinado estuve en la Fundación Tàpies, pero déjenme que empiece por el principio.
Curiosamente, aquel caluroso día de Septiembre fue el último de la estival estancia en Barcelona del padre de una amiga. Su nombre es Hebert y para más señas es uruguayo, escultor y uno de los tipos más divertidos que me he echado a la cara. Para celebrar una despedida en condiciones nos fuimos a comer el susodicho, su hija, el novio de ésta -que a la vez es amigo y tocayo- mi compañera y yo. Cinco sombras errantes bajo un sol de justicia que tras llenar el estómago se encaminaron calle arriba, a través de la Rambla de Cataluña, esquivando guiris, gitanas pedigüeñas y ciclistas inconscientes que invadían las aceras. Barcelona en estado puro.
El caso es que nuestro destino era la calle Aragón y más específicamente la Fundación Tàpies, en la que Hebert estaba interesado después de que un amigo le insistiera en la genialidad del artista catalán, la cual yo puse inmediatamente en duda. A pesar de mi advertencia entramos en el recinto mientras tres inteligentes desertores abandonaban aquella idea, refugiándose en la comodidad de una terraza en la que nos esperaron plácidamente con una taza de humeante café entre las manos.
El primer contacto con la chica que vendía las entradas ya no auguraba nada bueno. Después de explicarnos que se estaba celebrando un concierto en el interior de la sala principal y debido a ello la luz era escasa, nos vendió dos entradas a un precio reducido por la molestia de no poder disfrutar en todo su esplendor de aquellas obras maestras. Resignados -ya que estábamos ahí- decidimos entrar, Hebert expectante y yo dispuesto a cambiar mi concepción sobre el curioso arte de Tàpies. Veinte minutos después salimos a la calle con la sensación de haber perdido un tiempo precioso aunque agradecidos, eso sí, a la oscuridad que disimuló nuestras caras de estupefacción. En un brevísimo intérvalo de tiempo, la expectación de Hebert se había convertido en indignación y mi buena disposición en una sólida reafirmación en la idea de que aquello que habíamos contemplado se parecía a cualquier cosa menos al arte.
Dos trozos de madera enzarzados en una red metálica, una vieja persiana en la cual aparecía incrustado un violín con sólo dos cuerdas, bloques de cemento numerados y apilados unos sobre otros, por no hablar de las obras pictóricas -realizadas sobre madera e incluso sobre un trozo de manta roída- en las que el elemento común en la mayoría de ellas era la aparición de grandes X sobre fondos monocromáticos.
Nuestros comentarios se camuflaban entre la música estridente e innovadora que nacía de una flauta travesera -ni el concierto se salvaba, oigan- llegando a dos inevitables conclusiones: que hay gente en la vida que le echa mucha jeta al asunto y que la falta de talento no es hoy en día ningún obstáculo para llegar a triunfar en alguna de las disciplinas artísticas existentes. Sólo basta con tener buenos contactos, hacerte un nombre y que el boca-oído haga el resto. A partir de ahí, cualquier tipo con dinero y mal gusto será capaz de pagar un precio desorbitado por la primera estupidez que se le pase por la cabeza crear al excéntrico artista de turno. Imaginen lo estimulante que debe ser invitar a cenar a unos amigos en tu humilde morada de mil metros cuadrados con piscina olímpica y enseñarles el último Tàpies adquirido en Nueva York. Le debe llenar a uno de orgullo y satisfacción, como dice el rey en sus discursos.
Reconozco que no poseo conocimientos extraordinarios sobre arte pero hay una cosa que sí tengo: ojos en la cara, y mientras cualquier obra de un artista reconocido pueda llegar a realizarla mi sobrina de tres años con la misma exactitud, jamás llegaré a considerar aquello como arte, por muy exquisitos que se pongan los autores, los galeristas, los directores de museos o los ministros de educación, muchos de los cuales no tienen los estudios necesarios para desempeñar con éxito su labor ni saben hacer la O con un vaso.
Al menos, algo bueno ha salido de todo esto. Una promesa. La que le hice a Hebert de ir juntos algún día al Museo del Prado y allí sí, por fín, disfrutar como dos gorrinos en un charco.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Conversaciones paralelas

Hay conversaciones que le dejan a uno patidifuá o anonadado, como diría aquella estrella de antaño que hizo su última aparición en un videoclip de Fangoria. Precisamente hace unos días fui testigo de una de esas conversaciones, protagonizada por dos chicas que no tendrían más de veinte años. Una de ellas le explicaba a la otra, compungida, un hecho acaecido la noche anterior ante el cual no había podido contener las lágrimas. Imagino que estarán ustedes pensando en un drama familiar, una defunción, un accidente o simplemente mal de amores. Craso error. El fatídico episodio que provocó el vertido lacrimal sobre las mejillas de la inocente joven no fue otro que el fallo mecánico de su teléfono personal. Vamos, que se le estropeó el móvil. Las palabras textuales con las que expresó sus sentimientos a flor de piel fueron: "Jo, tía, lloré y todo".
Ante tal ejemplo de sinceridad para con su amiga, yo, que he contemplado innumerables escenas surrealistas a bordo de un tren, no pude hacer otra cosa que tratar de reprimir la carcajada que estuvo a punto de brotar, incontenible frente a aquellas palabras pronunciadas desde el desgarro más profundo. Si el tema no fuera tan triste, les juro que me reiría incluso acompañando esas sonoras risotadas con suspiros y dolores abdominales, pero ciertamente, el tema además de triste es preocupante.
Varios interrogantes me asaltaron entonces debido al panorama que se cernía ante mis ojos. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Cómo es posible que una minúscula máquina pueda crearnos tal dependencia? ¿Se ha convertido el móvil en el hilo conductor de las relaciones humanas? ¿Qué sería de nosotros hoy en día sin la tecnología?
Esta última cuestión es la clave para comprender en qué nos hemos convertido y en lo que se convertirán en mayor medida las generaciones venideras: en inútiles incapaces de sobrevivir sin las comodidades que nos brinda nuestra sociedad del bienestar.
No es mi intención ponerme tremendista, ni apocalíptico, ni ser pájaro de mal agüero, pero pónganse ustedes en lo peor. Una catástrofe nuclear a gran escala, un meteorito caprichoso que en su trayectoria impacta sobre nuestro planeta, una desviación severa del eje terrestre con fatídicas consecuencias. Imaginen el percal. Abrir el grifo y que no mane ni una gota de agua, apretar el interruptor de la luz y continuar en la más absoluta oscuridad, realizar nuestras necesidades fisiológicas y que éstas no desaparezcan por las cañerías al empujar un circular botón metálico, no tener frigorífico para refrigerar los alimentos ni microondas para calentarlos, estar desinformados de lo que ocurre a tan solo diez kilómetros de distancia al no disponer de radio, ni televisión, ni internet, ni teléfono para comunicarnos con nuestros seres queridos, no contar con calefacción para protegernos del frío ni con aire acondicionado para sofocar el calor.
Ante esa hipotética catástrofe, ¿cómo reaccionaría la humanidad? Sin duda, nos veríamos obligados a adaptarnos al nuevo medio y aprender a sobrevivir con lo que únicamente nos brinda la naturaleza a la que saqueamos y violamos indiscriminadamente desde hace décadas. Sobrevivir. Ése es el término que hemos escondido en lo más recóndito de nuestra memoria colectiva y cuyo real significado alteramos diariamente con demasiada ligereza.
En fín, sólo espero no estar presente en este mundo cuando todo se vaya al carajo y el ser humano se reencuentre consigo mismo, con lo que siempre fue desde el principio de los tiempos, con su instinto más arcaico y primitivo. Y lo mismo le deseo de corazón a esa chica que una tarde, en un tren de cercanías, lloró por su difunto móvil. Porque ella sí que no lo podría soportar.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que nunca se fueron

Hoy los he vuelto a ver y lo cierto es que siguen como siempre, instalados en el lugar del que nunca se fueron. Continuan llevando sus caros y elegantes trajes, sus camisas italianas impolutas, sus corbatas de impecable nudo, sus rayban y sus depredadoras sonrisas, seguros de sí mismos y dispuestos a vender hasta a la madre que los parió por un buen porcentaje. Suelen ser tipos listos, con estudios -eso sí, más de uno inventado en el currículum- ubicados en un amplio abanico que abarca desde especuladores, brokers o directivos de grandes empresas con bonus estratosféricos hasta piltrafillas y lameculos cuyo único mérito en la vida ha sido estar en el lugar adecuado en el momento preciso.
Éste del que les hablo era un grupo de seis o siete hombres, tirando a cincuentones. Mirada altiva, manos en los bolsillos y paso firme. Parecían comerse el mundo a bocados, conscientes como son de su posición y su poder en esta sociedad de consumo y sabedores de que tienen la sartén por el mango y cuerda para rato. Son tiburones, predadores, supervivientes de un sistema creado precisamente por ellos, por los poderosos que al igual que la banca en un casino, nunca pierden. Cuando inventaron todo este tinglado no dejaron nada a la improvisación, por mucho que lo parezca: los beneficios son privados y las pérdidas públicas. Jaque mate y fin de la partida.
Fue entonces, al observar a aquellos tipos andar por la vida con la impunidad de diplomáticos, cuando me pregunté de qué han servido estos últimos años de crisis financiera, hundimiento de las bolsas, rescate de los bancos, desconfianza en los mercados y un largo etcétera de daños colaterales. La respuesta me resultó dolorosa a la vez que clara como el agua. Han servido para afianzar un sistema pervertido desde su nacimiento, basado en la codicia y el consumo indiscriminado, a costa de dilapidar las libertades y los derechos de esos mismos ciudadanos que tanto abrazaron al propio sistema mientras les era favorable, como un espejismo que finalmente se ha esfumado ante sus ojos.
Los dueños del cotarro siguen en su torre de cristal manejando los hilos de nuestros destinos, mientras los demás mortales deberemos enfrentarnos a la nueva esclavitud del siglo XXI, basada en la precariedad laboral, salarios irrisorios y recortes en los servicios más básicos, pilares de cualquier sociedad desarrollada, como son la educación y la sanidad.
Lo que parecía ser el fin de un sistema capitalista agotado y con fisuras hasta ahora inéditas en su línea de flotación, va camino de convertirse en el inicio de una nueva era, en una mutación del propio sistema en un neocapitalismo pseudo-feudal en el que, si una revolución popular no lo impide, acabaremos aprobando por decreto las jornadas de catorce horas laborables, la educación y la sanidad dejarán de ser "gratuitas", e incluso no descartaría la implantación -seis siglos después- del derecho de pernada.
Pensándolo bien, dejaré de dar ideas porque esta gente es capaz de cualquier cosa.

lunes, 6 de junio de 2011

Sobrados de talento

Hace tiempo que no les cuento ninguna historia de esas que me ocurren al tran-tran de un tren de cercanías, camino del trabajo o de casa según se tercie. Esta vez me dirigía al hogar, dulce hogar, un viernes al mediodía -imagínense la alegría, encarando ya el fín de semana- y a la altura de Badalona ya estaba a punto de caer en los brazos de Morfeo. En esas andaba yo, cuando de pronto escuché a mi espalda un acorde cercano y solitario que me hizo temer lo peor. Mis ojos volvieron a abrirse para contemplar este mundo cruel y me dije -como tantas otras veces- date por jodido Manué, te vas a quedar sin cabezadita como que el cielo es azul y el agua moja.
Efectivamente, la música empezó a sonar sin más dilación a través de una guitarra española y un cajón. Me resistí a girarme y contemplar el espectáculo porque ya llevo muchas horas a bordo y conozco el percal. El abanico de personajes que interpretan canciones en un tren no es muy amplio precisamente y suele destacar por su calidad tirando a baja. Podemos encontrar desde el veinteañero con pinta de modernillo que guitarra en mano destripa sin piedad canciones de los grandes de la música como los Beatles, los Rolling Stones o Pink Floyd, hasta el señor ya entrado en años que ejecuta con simple corrección Volver o Por una cabeza en su viejo acordeón, sin olvidar -no podía faltar- la última moda en lo que a actuaciones ferroviarias se refiere: el rumano que ataviado con un amplificador canta temas de Bisbal y Bustamante, con el problema añadido para los viajeros de tener que soportar un volumen atronador y una pronunciación ininteligible.
Pero a lo que iba. La música sonó y a los pocos segundos una voz flamenca potente y prodigiosa surgió abriéndose paso entre acordes de guitarra y golpes sincronizados al cajón, expandiéndose por todo el vagón como un aroma embriagador. Les juro por Camarón que todos los que allí nos encontrábamos -pensando en nuestras cosas, leyendo el periódico o manteniendo una conversación- dejamos aquello que estábamos haciendo y dirigimos nuestra mirada hacia el espectáculo que estaban brindando aquel par de tipos jóvenes -treinta y pocos- con mucho arte y aún más desparpajo que a mí personalmente me pusieron la piel de gallina.
Pude incluso contemplar dos detalles que nunca había visto anteriormente en ninguna otra actuación de este tipo: viajeros grabando el brevísimo concierto con sus teléfonos móviles y peticiones de que tocaran otro tema al finalizar las dos canciones de rigor que interpretaron magistralmente. Los chicos, finalmente, pasaron la gorra para recibir unas moneditas por el trabajo bien realizado y ante mi sorpresa, fuimos más los que abrimos la cartera que los que no lo hicieron.
La conclusión a la que uno llega ante un ejemplo como éste es que el arte y el sentimiento que te llega a producir están por encima de la razón y de los tiempos difíciles que vivimos. Me alegró el día comprobar que tanta gente fue capaz de reconocer el talento, pagar por él y premiarlo por encima de la mediocridad a la que nos tiene acostumbrada la televisión y las emisoras de música comercial.
Parece que no todo está perdido y sólo espero que ese par de tipos que durante cinco minutos me hicieron renegar del sueño, cumplan el suyo y puedan algún día vivir de su talento. Desde luego, les aseguro que de talento, estos dos iban sobrados.

miércoles, 1 de junio de 2011

Indignados e indignos

Se han cumplido ya dos semanas desde aquel 15 de Mayo en que los jóvenes de este país -y los no tan jóvenes- se echaron a la calle, primero en la Puerta del Sol de Madrid y posteriormente en todas las plazas de España. Con el paso de los días aquel chispazo de rebeldía se ha convertido en un movimiento amplio y heterogeneo que ha traspasado fronteras, despertando al fin las conciencias tras un letargo de años vividos entre espejismos creados por este sistema que ya no esconde sus miserias.
Pero transcurrido este tiempo, la pregunta que cabe hacerse es, ¿y ahora qué? ¿Qué camino hay que seguir para que esta explosión de indignación no se quede en un romántico intento que pudo ser y no fue?
El primer paso debería concretarse en la creación de un decálogo de propuestas reales que se conviertan en los objetivos primordiales de este movimiento. Ese debe ser el faro que nos guíe y la luz hacia la que dirigirse. Por otra parte, a través de votaciones en las diversas asambleas deberían nombrarse representantes que se convertirían en nuestras voces y a través de ellos llevar a cabo la presentación de las propuestas públicamente y la reunión con el conjunto de las fuerzas políticas para exigirles un cambio de rumbo en esta ficticia democracia en la que nadie nos consulta más que una vez cada cuatro años.
Todo ello, acompañado por grandes manifestaciones convocadas semanalmente con el fin de crear esa presión necesaria para conseguir esos objetivos que no son otros que una democracia real y un futuro con un mínimo de esperanza. No es una utopía, sino un deseo que con perseverancia e ilusión se podría convertir en una realidad.
La sociedad española, que tan poco representada se siente por una clase política que únicamente vela por sus propios intereses, exige con fuerza y sin miedo que el trabajo no sea un privilegio al alcance de cada vez menos gente, que los salarios de un gran porcentaje de la población dejen de ser vergonzosos, que las medidas sociales se impongan sobre los intereses económicos, que los bancos no tengan beneficios privados y pérdidas públicas, que la ley electoral sea justamente revisada, que los políticos tengan una formación acorde con sus responsabilidades, que ninguno de ellos pueda optar a un cargo público estando imputado, que la corrupción sea duramente castigada y no encubierta por una espesa cortina de humo entre colegas de partido, que la gente participe plenamente en la toma de las grandes decisiones políticas a través de referéndums. En definitiva, que nos devuelvan la dignidad y el poder que el pueblo está obligado a tener en una democracia y que nunca debió perder.
Parece imposible desgarrar esta tupida tela de araña tejida por los mercados, las grandes corporaciones, los bancos y los poderes económicos pero recordemos que nada perdura para siempre y que más pronto que tarde este sistema está abocado al fracaso, al igual que lo estuvieron tantos otros. Ese debe ser el propósito sobre el que volquemos nuestras esperanzas, para que nunca llegue el día en que nuestros hijos recriminen a toda esta generación perdida que ni siquiera tratamos de intentarlo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Otro cadáver en el camino

Es asombrosa la enorme capacidad que tienen los políticos para defraudarnos, por más altas que sean las expectativas que hayan generado e infinitamente ciega la confianza que hayamos depositado en ellos. Es algo que por lo visto no entiende de edades ni nacionalidades. Y precisamente por la gran esperanza que había significado para la opinión pública el nacimiento de una figura con la posibilidad de cambiar mínimamente este mundo que se va al carajo, el caso de Barack Obama es más doloroso si cabe.
Aquel lejano día de Diciembre del 2009, cuando el presidente estadounidense recibió el Premio Nobel de la Paz, mucha gente se preguntó los motivos de tan dudoso honor -piensen que Henry Kissinger lo recibió en 1973- teniendo en cuenta las escasas decisiones tomadas por el entonces recién elegido presidente de la nación más poderosa del mundo. Fue un galardón entregado más por la fe en el trabajo por hacer que por el realmente hecho.
Con el paso de los meses hemos podido comprobar con gran desilusión que nadie que se ponga al frente de un estado, por muy poderoso que éste sea, puede revertir el sistema en el que estamos inmersos, y que únicamente serán las masas las que podrán hacerlo cuando despierten de su letargo. A pesar de convertirse en el presidente de los Estados Unidos, siempre tendrá por encima de su cargo a demasiadas personas, instituciones, bancos o empresas con unos intereses superiores al de la paz y la igualdad. Y con el tiempo, ya ven, se ha ido dejando arrastrar por la vorágine hasta que el propio sistema le ha engullido y ya no le reconoce ni la madre que lo parió, pasando a convertirse en otro cadáver en el camino de los que controlan el cotarro.
Las buenas intenciones -que a veces no fueron ni tan sólo buenas- quedaron en el olvido y los tiempos de crisis económica que vivimos no han ayudado precisamente a que esas promesas pasaran a ser realidades. A día de hoy, la prisión de Guantánamo sigue abierta y a pleno rendimiento, la presencia de tropas estadounidenses en Irak y Afganistán se mantiene intacta sin que haya variado su posición con respecto a la anterior administración Bush, las fuerzas aliadas -con EE.UU a la cabeza- siguen bombardeando Libia ante la búsqueda de un nuevo cabeza de turco que continue alimentando sus ansias expansionistas en la lucha por el control del oro negro. Pero la gota que ha colmado el vaso de los absolutamente descreídos con la gestión del presidente Obama, ha sido la eliminación de Osama Bin Laden en una actuación que ya no se molesta en esconder la huella del asesinato de Estado.
Se han cometido demasiadas atrocidades en los últimos años en el nombre de la seguridad y la lucha contra el terrorismo, y finalmente toda esa barbarie por parte de unos y otros ha culminado en una imagen que quedará grabada en nuestras retinas: la de miles de personas celebrando en Nueva York la muerte de Bin Laden con gran excitación.
¿Son los EE.UU el nuevo Dios omnipresente que guía a la humanidad por el camino de la justicia en estos tiempos en que la fe escasea? ¿Pueden decidir quién vive y quién muere sin ninguna consecuencia ante sus acciones? ¿Debe ponerse un Estado que presume de democracia al mismo nivel que una organización terrorista? ¿Los juicios han pasado a mejor vida, siempre y cuando la decisión de prescindir de ellos mejore las encuestas de popularidad? ¿Cómo ha llegado a triunfar la hipocresía en este mundo que ha olvidado el significado de la palabra paz?
Si el Sr.Obama tuviera un poco de vergüenza torera, llamaría a esos tipos sesudos de Oslo que viven al margen de la realidad y les diría: Oigan, quiero devolver mi premio. He comprendido que la guerra es más rentable que la paz.

jueves, 14 de abril de 2011

Nuestros amigos del norte

Hace unas semanas estuve en Madrid en compañía de mi pareja y de un buen amigo. Ya saben, turismo y evasión ante la monotonía de esos fines de semana otoñales que entristecen el alma. En Madrid siempre se siente uno como en casa entre la multitud llegada de todos los rincones de España y del mundo.
Caminamos como locos, adentrándonos en el bullicio de la Gran Vía hasta Plaza de España, visitando el templo de Debod, disfrutando del sol dominical entre los músicos que alegraban con sus notas el Retiro, respirando el clásico aroma del rastro y su Plaza de Cascorro. Todo ello acompañado -como corresponde- por cañas y tapas, y por esas conversaciones de tasca que no tienen precio. En uno de esos altos en el camino para dar respiro a nuestros andares doloridos, dimos con una terraza en la que nos dejamos caer en busca de reposo. Tres tercios y una sonrisa en los labios. A eso que aparecen cuatro guiris jovencitos, de rojez cutanea y cabello semidorado, con pinta de haber aterrizado desde Wisconsin o Massachusetts. Cuatro gringos que intentando aclimatarse a las costumbres locales, decidieron acompañar el descansito con sendas cervezas bien frías. A los pocos minutos, sorteando las mesas de la terraza, se plasmó ante nuestros ojos la figura de un limpiabotas de los de toda la vida, cincuentón de porte chulapo, con su cajón de madera curtido en mil batallas en la mano diestra.
Al percatarse de su presencia, los muchachos le llamaron y entre risas contemplaban cómo el tipo preparaba los instrumentos. Y ahí me dije, tate, ya estamos. Han venido a tocarnos los típicos guiris borrachos, energúmenos que en su país no se atreven a alzar la voz y que aquí se vienen a reir a costa del hombre que les limpia los zapatos. Observé fijamente la escena y cuando creí que ya no me quedaría más remedio que mentarle a la madre a esos hijos de la gran manzana, uno de ellos se arrancó a hablar en un castellano más que aceptable. El chaval le preguntó al limpiabotas -un profesional, atento a la cuestión mientras le seguía dando al betún- sobre su antigua y noble profesión. Y el tipo, pues ya se pueden imaginar, que la cosa está muy achuchá y que se hace lo que se puede. Los compañeros escuchaban atentamente mientras se lanzaban alguna mirada curiosa ante los artilugios que sacaba el maestro de su viejo cajón.
Al terminar el limpiabotas su faena, el chico pagó y con sus relucientes zapatos sobre la acera se despidió del veterano tipo de chaqueta azul y mirada viva que continuaba serpenteando entre las mesas en busca de clientela.
Y es curioso, oigan. Está uno tan acostumbrado a toparse con esos jóvenes agambados borrachos y montando espectáculos en cualquier lugar de veraneo, que acaban pagando justos por pecadores. Estamos hartos de verlos en zonas cercanas como Calella, Lloret o Salou -ciudad en la que precisamente estos días se está celebrando el Saloufest- donde el turismo barato de alcohol y excesos es el que manda, tristemente promovido por los propios gobiernos de los ayuntamientos para trincar viruta, aunque sea a costa del descanso vecinal y el olvido de las buenas maneras.
Ya ven, tantos años campando a sus anchas entre nosotros sin más ley que el vandalismo nocturno, que los prejuicios han acabado por convertirme en un tipo con la guardia en alto y la alarma encendida ante nuestros amigos del norte. Tengan en cuenta que eso de verles orinando en plena calle, haciendo calvos en misa mayor y destrozando bares, marca mucho. Háganse cargo.