jueves, 14 de abril de 2011

Nuestros amigos del norte

Hace unas semanas estuve en Madrid en compañía de mi pareja y de un buen amigo. Ya saben, turismo y evasión ante la monotonía de esos fines de semana otoñales que entristecen el alma. En Madrid siempre se siente uno como en casa entre la multitud llegada de todos los rincones de España y del mundo.
Caminamos como locos, adentrándonos en el bullicio de la Gran Vía hasta Plaza de España, visitando el templo de Debod, disfrutando del sol dominical entre los músicos que alegraban con sus notas el Retiro, respirando el clásico aroma del rastro y su Plaza de Cascorro. Todo ello acompañado -como corresponde- por cañas y tapas, y por esas conversaciones de tasca que no tienen precio. En uno de esos altos en el camino para dar respiro a nuestros andares doloridos, dimos con una terraza en la que nos dejamos caer en busca de reposo. Tres tercios y una sonrisa en los labios. A eso que aparecen cuatro guiris jovencitos, de rojez cutanea y cabello semidorado, con pinta de haber aterrizado desde Wisconsin o Massachusetts. Cuatro gringos que intentando aclimatarse a las costumbres locales, decidieron acompañar el descansito con sendas cervezas bien frías. A los pocos minutos, sorteando las mesas de la terraza, se plasmó ante nuestros ojos la figura de un limpiabotas de los de toda la vida, cincuentón de porte chulapo, con su cajón de madera curtido en mil batallas en la mano diestra.
Al percatarse de su presencia, los muchachos le llamaron y entre risas contemplaban cómo el tipo preparaba los instrumentos. Y ahí me dije, tate, ya estamos. Han venido a tocarnos los típicos guiris borrachos, energúmenos que en su país no se atreven a alzar la voz y que aquí se vienen a reir a costa del hombre que les limpia los zapatos. Observé fijamente la escena y cuando creí que ya no me quedaría más remedio que mentarle a la madre a esos hijos de la gran manzana, uno de ellos se arrancó a hablar en un castellano más que aceptable. El chaval le preguntó al limpiabotas -un profesional, atento a la cuestión mientras le seguía dando al betún- sobre su antigua y noble profesión. Y el tipo, pues ya se pueden imaginar, que la cosa está muy achuchá y que se hace lo que se puede. Los compañeros escuchaban atentamente mientras se lanzaban alguna mirada curiosa ante los artilugios que sacaba el maestro de su viejo cajón.
Al terminar el limpiabotas su faena, el chico pagó y con sus relucientes zapatos sobre la acera se despidió del veterano tipo de chaqueta azul y mirada viva que continuaba serpenteando entre las mesas en busca de clientela.
Y es curioso, oigan. Está uno tan acostumbrado a toparse con esos jóvenes agambados borrachos y montando espectáculos en cualquier lugar de veraneo, que acaban pagando justos por pecadores. Estamos hartos de verlos en zonas cercanas como Calella, Lloret o Salou -ciudad en la que precisamente estos días se está celebrando el Saloufest- donde el turismo barato de alcohol y excesos es el que manda, tristemente promovido por los propios gobiernos de los ayuntamientos para trincar viruta, aunque sea a costa del descanso vecinal y el olvido de las buenas maneras.
Ya ven, tantos años campando a sus anchas entre nosotros sin más ley que el vandalismo nocturno, que los prejuicios han acabado por convertirme en un tipo con la guardia en alto y la alarma encendida ante nuestros amigos del norte. Tengan en cuenta que eso de verles orinando en plena calle, haciendo calvos en misa mayor y destrozando bares, marca mucho. Háganse cargo.