viernes, 18 de febrero de 2011

Tras los pasos de Teresa Mendoza

Les juro que estuve allí, en aquella habitación con Teresa Mendoza, cuando el Gato Fierros apareció por la puerta, apoyándose en su marco con esa sutileza que da la experiencia. Reconozco que me cogió por sorpresa, al igual que a ella. No esperábamos su presencia. Segundos antes me limitaba a contemplar a Teresa en su intensa indecisión ante la agenda del Güero Dávila -ni la mires, le había dicho un día tan lejano ya en el tiempo- preparada para la huída a ninguna parte.
El Gato Fierros y su sonrisa húmeda y peligrosa. Era uno de esos tipos de gatillo fácil que te hielan la sangre porque no tienen nada que perder. Con esa calma tensa del que se sabe profesional de su oficio -y la del día de hoy era una tarea sencilla- tanteaba a su presa con esa mirada felina que escudriñaba lo más profundo de las entrañas, hiriéndote hasta el alma.
Pote Gálvez le acompañaba en la ruta. Gordo, con su tupido bigote negro, se mantenía expectante a los acontecimientos. Yo seguía allí, presente en la escena aunque invisible a los ojos de sus protagonistas. Ardía en ansias de asir a Teresa por un brazo y saltar por la ventana cuando el Gato Fierros la abofeteó, dejándola tirada en la cama. El dolor llamaba a su puerta como presagio de lo que vendría después, inevitable en el destino de los que andan con malas compañías y peores intenciones.
Pote tenía prisa por acabar el trabajo de una buena vez pero el Gato tenía otros planes antes de apretar el gatillo. Sintió bombear la sangre en sus sienes al contemplar los muslos prietos y los pechos turgentes de la viudita a la que siempre había tenido ganas de culear. El Gato se abalanzó sobre Teresa, que entregada a su suerte se dejaba hacer sin lanzar al menos un gemido desesperado al viento que diera muestras de su repulsa y su náusea.
La impotencia, que se escapaba entre mis poros como el sudor frío recorre el cuerpo ausente, fue creciendo hasta invadir las paredes y el blanco techo de la habitación, mientras ella sólo pensaba en un final rápido que la llevara al descanso eterno de esta perra vida. Mis ojos le hacían señales mientras mi voz se perdía en el vacío de unas palabras jamás pronunciadas. Y en ese instante, contemplé la bolsa que descansaba junto a la cama, la misma que Teresa había preparado para huir y no volver jamás. Como un deshauciado que vuelve al mundo de los vivos, Teresa recuperó la lucidez y se vió bajo el hombre que seguía embistiendo su sexo violentamente. Alargó el brazo y su mano se adentró en la bolsa en busca de la justiciera, una Colt Doble Águila de metal cromado y cachas de nácar que había pertenecido al difunto Dávila. Sin tiempo para la reacción, levantó la pistola y una bala del calibre 45 le reventó la cara al Gato Fierros.
Todavía retumbaba en mi cabeza el sonido del disparo cuando se oyeron varios pitidos que anunciaban el cierre de la puerta del vagón y el instinto me llevó de vuelta al mar que asomaba por el ventanal. Abandoné a Teresa allá, a su suerte en ese Méjico que huele a muerte y a pólvora en las esquinas y con el libro en mis manos salté de un brinco del asiento hasta la puerta -que dejé cerrándose tras de mí- continuando mi camino por el andén que la lluvia acariciaba.
Estos días he visto anunciado en televisión que Antena 3 emitirá próximamente una serie sobre la historia de Teresa Mendoza -La Reina del Sur- creada por Arturo Pérez Reverte. Nos volveremos a ver entonces y tan sólo espero que ella siga tal y como la recuerdo.

lunes, 14 de febrero de 2011

Si Bogart levantara la cabeza

El pasado viernes se escribió un nuevo capítulo en la cruzada contra el tabaquismo que se inició el 1 de Enero con la polémica ley antitabaco. Los no fumadores tienen todo el derecho a defenderla ya que a partir de esa fecha ya no están obligados a tragarse el molesto humo ajeno que irrita los ojos y asfixia las gargantas, y los fumadores, por su parte, están en el suyo a atacarla, basándose en la libertad individual y en el ejercicio de sus derechos como ciudadanos. Lo que ocurrió la noche del viernes en Barcelona, sin embargo, pasa ya de castaño oscuro y llega a rozar la ridiculez.
Les informo. Teatro Apolo. Ciudad Condal. Un espectador denunció ante la Agencia de Salud Pública al musical Hair que se representa en el citado teatro barcelonés, ya que durante la obra los actores fuman en el escenario, a pesar de que -según el director de producción- no es tabaco lo que se fuma sino una mezcla de hierba Maria Luisa, hojas de nogal y albahaca, comprada en una herboristería.
Y es que la llamada a la denuncia realizada por parte del gobierno ante actitudes que incumplan la nueva ley está dando sus frutos. Los chivatos -especie omnipresente en estas tierras peninsulares- campan a sus anchas, disfrutando como gorrinos en una charca y dándose palmaditas en la espalda los unos a los otros.
Estoy convencido de que el tipo que denunció a la compañía teatral -intransigente ante el humo hostil del tabaco, que desde luego perjudica la salud de todos, activa o pasivamente- va todos los días al trabajo en su todo terreno diesel, importándole un testículo de pato la contaminación y el hecho de que en ciudades como Madrid o Barcelona el aire se vuelva irrespirable. Es la hipocresía que reina en nuestro país. Nos importan tanto unas cosas y otras tan poco, dependiendo tan sólo de lo que a mí me joda y no al vecino.
Volviendo al tema de la persecución, en este país donde somos más papistas que el Papa, no duden que llegará el día en que estará prohibido el cigarrillo en cualquier imagen que se proyecte en el cine y en la televisión, a pesar de que por exigencias del guión sea un elemento característico del personaje o de la época en que se centra la historia. En las películas de nueva producción no podrá aparecer un cigarro ni en pintura y en las antiguas se procederá a pixelar dicho elemento para no herir la sensibilidad del espectador ni violar lo políticamente correcto. Sin embargo, los disparos, las muertes, las violaciones y demás actos de violencia gratuita que abundan en nuestras pantallas quedarán impunes ante las manos de los censores del siglo XXI.
Ya me estoy imaginando a Humphrey Bogart con una mano borrosa y humeante en el café de Rick de Casablanca. Los carteles de películas como Desayuno con diamantes y La muerte tenía un precio verán desaparecer sus pitillos entre las manos de Audrey Hepburn y los labios de Clint Eastwood. Quedará fragmentada la sensualidad de Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai o de Rita Hayworth en Gilda, así como la pose rebelde y dura de James Dean en Gigante, o el característico paso con un puro entre los dedos de Groucho Marx en cualquiera de sus geniales obras. Del mismo modo, John Travolta y Uma Thurman aparecerán entre píxeles en cada una de las escenas de Pulp Fiction, en cuyo argumento también deberán prescindir de la cocaína, la heroína y demás sustancias que aparecen a lo largo del film. Si entramos en el sinuoso tema de las drogas prohibidas y penadas legalmente, los intercambios de polvo blanco entre bandas que aparecen en las películas de Scorsese se deberán erradicar, sustituyéndolos por el tráfico de caramelos mentolados contra el mal aliento, y los talleres clandestinos ubicados en la selva colombiana, tan recurrentes en ocasiones, pasarán a convertirse en tiendas de todo a cien regentadas por la mafia china.
No se rían porque es lo que nos espera, en lugar de optar por darle a este país lo que necesita: más educación, más prevención, más información y menos prohibiciones.
Pero claro, eso es como pedirle a Paris Hilton que se meta a monja de clausura. Qué quieren que les diga, yo no lo veo.

lunes, 7 de febrero de 2011

Manifiesto contra la monotonía

Una de las cosas que pueden amargarle a uno la existencia en esta vida es la monotonía. Lo compruebo diariamente -hoy, al ser lunes se magnifica el impacto tras el oasis de un fín de semana movidito- durante el trayecto de mi casa a la estación. Me siento como Bill Murray en el día de la marmota, atrapado en el tiempo. Me cruzo con el mismo abuelo que da de comer a las palomas en la parada del autobús, la misma viejecita que saca a pasear al perro, el mismo grupo de pakistaníes que se dirigen en masa al curro, el mismo chaval en bicicleta que casi me atropella a diario, el mismo friki vestido completamente de negro que fuma en la puerta de la estación antes de coger el tren. Se han convertido en viejos conocidos de los cuales acierto adivinar tan sólo su aspecto externo.
Por suerte, para paliar el dolor de convertirse en un tipo habituado a la rutina existen mecanismos de defensa, islas en el medio del océano que nos rescatan del cruel destino.
Personalmente creo que la vacuna más significativa son los libros. La lectura nos permite adentrarnos en mundos maravillosos, vivir en la piel de hombres y mujeres de otras épocas y lugares que nunca nos atreveríamos a ser, mirar con otros ojos, lanzarnos al vacío sin riesgos visibles, cruzar los siete mares sin más timón que nuestra propia imaginación.
Gracias a ellos he sido capaz de acompañar a Jim Hawkins a bordo de la Hispaniola en su búsqueda de la isla del Tesoro. He viajado a través de la Península Ibérica en un dos caballos con Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaiço y sus estorninos, sobre una balsa de piedra a la deriva. Me he emborrachado, apostado a los caballos en el hipódromo de Los Ángeles y caído en la decadencia más absoluta junto a Bukowski y su alter ego Hank Chinaski. He cruzado el Atlántico, adentrándome en las calles de Montevideo, donde Benedetti me ha enseñado cómo quema el amor y también cómo duelen la nostalgia y el olvido, convenciéndome de que el sur también existe. He partido hacia París junto a Lucas Corso en busca de respuestas sobre un extraño libro y sus misterios. He recorrido el Mediterraneo con Mustafá de Six-Fours como galeote, dejándonos los riñones en galeras. He viajado por sudamérica en el asiento trasero de la motocicleta de un joven Ernesto Guevara. He conocido la Barcelona de posguerra, y caminando entre sus antiguas y estrechas callejuelas he conseguido adentrarme en el Cementerio de los Libros Olvidados. En definitiva, he vivido tantas vidas que ya no las recuerdo en su totalidad.
Háganme caso. Relájense y disfruten. Tomen esas encuadernaciones que se abrirán de páginas tan sólo para ustedes y tómenlas con amor y pasión. Entréguense a ellas sin reservas, con la inocencia de la primera vez. Recorran cada una de sus palabras y dejen volar la imaginación, evadiéndose a cada párrafo un poco más de este mundo terrenal que a menudo es tan mezquino.
Les aseguro que no hay fuerza más poderosa que nuestra mente. Y mientras tanto, a la monotonía que le vayan dando.